
28 de agosto de 2025 a las 21:30
Rompe el silencio: el abuso sexual existe.
El silencio que rodea al abuso sexual es ensordecedor. Es un secreto a voces que se susurra en los pasillos, se intuye en las miradas esquivas y se oculta tras la fachada de la normalidad. No podemos seguir permitiendo que la vergüenza y el miedo silencien a las víctimas, mientras los agresores se mueven con impunidad. Series como la de Marcial Maciel nos recuerdan la magnitud del problema, pero el abuso no se limita a las figuras públicas o a las instituciones religiosas. Está presente en nuestros hogares, escuelas, trabajos, en los espacios que deberían ser seguros, convirtiendo lo cotidiano en una amenaza latente.
Imaginen por un momento la vida de una víctima. Un niño, una niña, un adolescente, un adulto, cuya confianza ha sido traicionada de la manera más brutal. El abuso sexual no es solo un acto físico, es una violación profunda de la intimidad, una herida que marca para siempre. Y el dolor se multiplica cuando la víctima se encuentra con la incredulidad, la minimización o incluso la culpabilización por parte de su entorno. ¿Cómo sanar en un ambiente que niega la realidad del abuso? ¿Cómo reconstruir la confianza cuando las instituciones que deberían proteger fallan en su deber?
Nuestro sistema judicial, aunque en teoría reconoce la gravedad del delito, a menudo se queda corto en la práctica. Falta de especialización en la atención a víctimas, peritajes deficientes, investigaciones incompletas, y una alarmante carencia de sensibilidad por parte de jueces y fiscales. La revictimización es una constante, y el proceso judicial, en lugar de ser un camino hacia la justicia, se convierte en una nueva fuente de dolor y frustración. La reparación del daño, un derecho fundamental, se reduce a una promesa vacía. La víctima necesita mucho más que una condena para el agresor: necesita terapia psicológica, apoyo legal, protección y un entorno que le permita sanar y reconstruir su vida.
El impacto del abuso sexual trasciende a la víctima individual. Cada caso es una grieta en el tejido social, una erosión de la confianza en las instituciones y en los vínculos humanos. Cuando el abuso se normaliza, la sociedad entera se enferma. La sospecha se instala en las relaciones, el miedo paraliza la denuncia, y la impunidad se convierte en la norma. No podemos permitir que esto siga sucediendo.
Es urgente un cambio de paradigma. Necesitamos una justicia que escuche a las víctimas, que investigue con rigor y que sancione con firmeza. Necesitamos profesionales capacitados para atender el trauma del abuso, y políticas públicas que garanticen la protección y la reparación integral del daño. Pero sobre todo, necesitamos una sociedad que rompa el silencio, que deje de mirar hacia otro lado, que eduque en el respeto y que brinde apoyo incondicional a las víctimas.
No se trata solo de leyes y procedimientos, se trata de humanidad. Se trata de reconocer el dolor del otro, de tender una mano a quien ha sido herido, de construir un mundo donde el abuso sexual no tenga cabida. La indiferencia es cómplice. El silencio es cómplice. Es hora de alzar la voz, de exigir justicia, de construir un futuro donde la dignidad de cada persona sea sagrada. Este es un llamado a la acción, una invitación a la reflexión. ¿Qué estamos haciendo para erradicar esta plaga? ¿Qué podemos hacer para que las víctimas no se sientan solas? La respuesta está en cada uno de nosotros.
Fuente: El Heraldo de México