
29 de agosto de 2025 a las 01:55
El Malestar Global: ¿Tiene cura?
La pregunta que nos ocupa, la de por qué a pesar del innegable progreso material no logramos construir sociedades más justas y prósperas, es un eco que resuena con fuerza en el mundo contemporáneo. Nos encontramos en una paradoja: rodeados de avances tecnológicos que nos conectan globalmente, que nos permiten acceder a información sin precedentes y que ponen a nuestro alcance herramientas que podrían erradicar enfermedades y el hambre, seguimos siendo testigos de un sufrimiento generalizado, de desigualdades abismales y de una creciente sensación de vacío existencial. Es como si hubiésemos escalado la montaña más alta, solo para descubrir que la cima no nos ofrece la satisfacción esperada, sino un horizonte aún más desolador.
Las respuestas fáciles, las soluciones superficiales, no alcanzan para abordar la complejidad del problema. Nos dicen que necesitamos más inversión en educación, más desarrollo económico, más cooperación internacional. Si bien todas estas medidas son importantes, se asemejan a parches en una herida profunda, a tratamientos sintomáticos que no abordan la raíz de la enfermedad. El verdadero mal, el cáncer que corroe el tejido social, es la desvalorización del ser humano. Hemos olvidado, en la vorágine del progreso material, que la persona es un fin en sí misma, no un medio para alcanzar un fin. Hemos reducido al individuo a una cifra en una estadística, a un consumidor en un mercado, a un engranaje en una máquina productiva.
Esta pérdida de la perspectiva humanista tiene consecuencias devastadoras. El cuerpo, templo de la persona, se convierte en objeto de consumo, en mercancía sujeta a las leyes del mercado. Prostitución, pornografía, trastornos alimenticios, adicciones: son las caras visibles de una sociedad que ha perdido el respeto por la propia corporeidad. La razón, facultad que nos distingue como seres humanos, se ve eclipsada por la inmediatez de la información, por la superficialidad del entretenimiento, por la comodidad del pensamiento predigerido. La capacidad de análisis crítico se atrofia, la reflexión profunda se extingue, y nos convertimos en meros receptores pasivos de un flujo constante de datos sin sentido.
La espiritualidad, esa dimensión trascendente que nos conecta con algo más grande que nosotros mismos, se relega al ámbito de lo privado, de lo irrelevante. El anhelo de significado, la búsqueda de un propósito en la vida, se ahogan en el materialismo rampante, en la obsesión por la acumulación de bienes, en la ilusión de la felicidad a través del consumo.
Las relaciones humanas, fuente de apoyo, de crecimiento y de realización personal, se desintegran en un mundo cada vez más individualista y competitivo. La empatía, la capacidad de ponerse en el lugar del otro, se convierte en una rareza, y la indiferencia, la apatía y la violencia se normalizan. El aislamiento social, la depresión, la ansiedad, son los síntomas de una sociedad que ha olvidado el valor de la comunidad, de la solidaridad, del amor.
El caso del artista ghanés que busca la eutanasia en los Países Bajos no es un hecho aislado, sino un síntoma de una enfermedad social profunda. No se trata solo de un individuo que sufre, sino de una sociedad que ha perdido la capacidad de acompañar el sufrimiento, de ofrecer consuelo, de luchar por la vida. Ofrecer la muerte como solución a un problema existencial es una abdicación de nuestra responsabilidad como seres humanos, es una rendición ante la desesperanza.
No se trata de ofrecer soluciones mágicas, sino de recuperar la perspectiva humanista, de recordar que la persona es el centro, el fin último de todo progreso. Debemos repensar nuestros valores, nuestras prioridades, nuestro modelo de sociedad. Necesitamos una revolución cultural que coloque la dignidad humana en el centro del debate, que promueva la educación integral, el desarrollo sostenible, la justicia social, la paz y la solidaridad. El futuro de la humanidad depende de nuestra capacidad de recuperar la fe en nosotros mismos, de reconocer el valor incalculable de cada persona, de construir un mundo donde la vida, en todas sus manifestaciones, sea celebrada y protegida.
Fuente: El Heraldo de México