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27 de agosto de 2025 a las 09:15

Posibilidades en lo improbable

La historia de mi certificado de ciudadanía estadounidense va mucho más allá del simple documento. Es un eco, una reverberación de decisiones tomadas mucho antes de mi existencia, un testimonio silencioso de una genealogía construida no solo con lazos de sangre, sino con la firmeza del amor elegido. Sostenerlo en mis manos fue como tocar la historia misma, sentir el peso de los azares convertidos en ruta, en destino. Me trajo a la memoria a mi abuela, figura central en esta narrativa no escrita. Sus gestos, aunque silenciosos, tuvieron la fuerza de un sismo, reorientando vidas con la delicadeza de quien cuida una semilla. Aquellos trámites, aparentemente fríos y burocráticos, eran en realidad actos de amor profundo, gestos que daban lugar, que asignaban un sitio en el mundo, que abrían un apellido como si fuera una puerta a un futuro prometedor.

Porque no basta con nacer, hay que ser acogido, hay que ser alojado en el mundo. Y ese cobijo, cuando es fruto de una elección consciente, se transforma en la más pura expresión de la ternura. La adopción, vista desde esta perspectiva, no es la sustitución de un origen, sino la ampliación, el enriquecimiento de la trama que sostiene nuestra existencia. Alguien decide cuidar, nombrar, acompañar. Alguien se compromete a ser ese Otro que recibe y nutre. Freud, en su sabiduría, nos enseñó que el niño necesita de ese Otro para adentrarse en el universo del lenguaje; Winnicott, complementando esta visión, nos habló de la "madre suficientemente buena", aquella que sostiene y permite el juego con la realidad, el despliegue de la propia identidad. En ninguna de estas descripciones la biología es un requisito indispensable; lo que realmente importa, lo esencial, es la presencia, el cuidado, el amor incondicional.

Pienso en la improbabilidad de todo esto. Las estadísticas, frías y distantes, nos dicen que menos del dos por ciento de los niños en el mundo encuentran un hogar a través de la adopción; en países como Estados Unidos, la cifra se reduce a un uno por ciento de la población infantil. En ese océano de infinitas combinaciones, con probabilidades tan escasas, una mujer dijo "sí". Y en ese "sí" resonaban dos infancias, una casa, una escuela, un mundo entero por descubrir y habitar. Lo que en un principio pudo parecer circunstancial, con el tiempo se convirtió en el trazado de una genealogía inesperada, una historia tejida con hilos de resiliencia y afecto. Décadas más tarde, ese papel emitido en otra oficina, en otra lengua, me recuerda que quizás no existen las casualidades inocentes. Existen, en cambio, decisiones que, sin pretenderlo, se transforman en un legado, en una herencia invaluable.

Recibir mi certificado fue mucho más que un trámite administrativo; fue un acto de profunda conexión con mi historia, un recibo íntimo de pertenencia. No solo pertenezco a un territorio geográfico; pertenezco a una cadena de actos silenciosos, a una serie de decisiones valientes que eligieron amar antes incluso de que yo pudiera comprenderlo, antes de que pudiera agradecerlo. Ese amor, elegido y sostenido a lo largo del tiempo, trascendió fronteras administrativas y psíquicas, para finalmente depositarse en mi mano en forma de un documento oficial. A mi abuela, la artífice de este milagro cotidiano, quiero dedicarle estas palabras. No necesito proclamar nada en voz alta para honrar su memoria. Me basta con celebrar su decisión, su forma de alojar sin preguntar demasiado, su constancia discreta pero inquebrantable. Ella hizo posible que mi madre y mi tío crecieran bajo un mismo techo, arropados por el mismo cuidado; y con ese mismo cuidado, años después, se gestó la posibilidad de que yo también encontrara mi lugar en el mundo. Y este "gracias", cargado de emoción y gratitud, viaja hacia atrás en el tiempo, como un rayo de luz en retroceso, iluminando el camino recorrido.

Si algo he aprendido de todo esto es que la familia no se define por un contrato de sangre, sino por la práctica cotidiana de la hospitalidad, del cuidado mutuo, del amor incondicional. Ahí, en las pequeñas decisiones que se toman cada día, la biología deja de ser destino, se abre un espacio para la construcción de vínculos auténticos y uno puede, finalmente, decir "gracias" con el corazón rebosante.

Fuente: El Heraldo de México