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20 de agosto de 2025 a las 14:10

Madero en la Capital: ¿Tembló la tierra?

La tierra tembló, un rugido profundo que sacudió los cimientos de la Ciudad de México aquel 7 de junio de 1911. No era un temblor cualquiera, sucedía en un día cargado de simbolismo, un día que marcaba el fin de una era y el alba de otra. Mientras las calles se abrían, los muros se desplomaban y el polvo se elevaba hacia el cielo, Francisco I. Madero, el héroe revolucionario, hacía su entrada triunfal a la capital. La ironía histórica era palpable: la tierra se partía, mientras un nuevo orden se prometía.

Este terremoto, conocido como el “terremoto maderista”, no solo sacudió los edificios, sino también las conciencias. Su magnitud de 7.6, con epicentro en las costas de Michoacán, dejó una ciudad herida, con casas colapsadas, rieles de tranvía retorcidos y un manto de miedo e incertidumbre cubriendo a sus habitantes. Las crónicas de la época hablan del pánico, de los gritos y las plegarias que se elevaban al cielo mientras la gente buscaba refugio. La tragedia se cobró la vida de 45 personas en la capital y más de 80 en Jalisco, una cifra que, aunque considerable, palidecía ante la euforia que se desataría horas después.

Más de cien mil almas se congregaron para recibir a Madero. Olvidando por un momento el terror del sismo, la multitud aclamó al hombre que prometía un futuro diferente, un futuro sin la sombra del porfiriato. Las flores, los vítores y la esperanza se mezclaban con el polvo y los escombros, creando una imagen contradictoria, una instantánea de un país en plena transformación.

Sin embargo, el terremoto maderista fue más que un evento sísmico; fue un presagio. Un augurio de la inestabilidad y la violencia que marcarían los años venideros. La Revolución, lejos de haber terminado, apenas comenzaba. La llegada de Madero, aunque celebrada con júbilo, no trajo la paz anhelada. Su gobierno, plagado de rebeliones, conspiraciones e intrigas, demostró la fragilidad del nuevo orden.

La euforia inicial pronto se disipó, dando paso a la incertidumbre y al desencanto. El idealismo de Madero, aunque genuino, no fue suficiente para consolidar la paz y la justicia social que el país demandaba. El fantasma del porfiriato seguía presente, agazapado en las sombras, esperando el momento oportuno para resurgir. Y así, la tierra que tembló el día de la llegada de Madero, continuó temblando, metafóricamente, durante los años siguientes. La Decena Trágica, el asesinato de Madero y Pino Suárez, fueron la confirmación de que el camino hacia la democracia y la justicia sería largo y tortuoso, un camino marcado por la violencia y la traición. El terremoto maderista, un evento que pudo haber pasado desapercibido ante la magnitud del cambio político, se convirtió en un símbolo, un recordatorio de que la construcción de un nuevo México se erigía sobre terreno inestable, propenso a las convulsiones y a las réplicas de un pasado que se resistía a desaparecer.

Fuente: El Heraldo de México