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20 de agosto de 2025 a las 09:30
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La búsqueda incansable del artista por un espacio en el mundo, un escenario donde su voz, sus movimientos, su música, puedan resonar, es una historia que se repite con la tenacidad de un leitmotiv. Si bien las historias de éxito, esas que nos hablan de Piazzolla eligiendo el tango sobre la traducción, o de Glass cambiando el volante del taxi por la batuta, nos cautivan y alimentan nuestros sueños, representan apenas la punta del iceberg. La realidad, la que Estefanya Márquez nos comparte desde el vagón del tren suburbano a las once de la noche, es mucho más compleja, mucho más terrenal.
Trescientas personas para una plaza. Una cifra que resume la feroz competencia, la lucha constante por la supervivencia en el mundo del arte. Imaginen la escena: cientos de voces afinadas, cuerpos entrenados, talentos desbordantes, todos aspirando a ese único espacio, a esa oportunidad efímera que les permita, al menos por un tiempo, dedicarse a lo que aman. Y mientras, la vida sigue su curso, las facturas llegan, el alquiler vence. La necesidad de un trabajo “normal”, uno que permita pagar las cuentas, se convierte en una sombra que acompaña al artista, una disyuntiva constante entre la pasión y la pragmática.
Estefanya, con su voz de mezzosoprano, canta en cualquier escenario que se le presente. Desde las vibrantes calles de Tepito, hasta la solemnidad de una iglesia o la atmósfera académica de un recinto universitario. Su voz se adapta, se transforma, se expande, buscando siempre un público, un eco, una conexión. Su historia, como la de tantos otros artistas, es un testimonio de resiliencia, de perseverancia, de esa llama interior que se niega a extinguirse a pesar de las adversidades.
Los fines de semana, en parques, en espacios prestados, se ensaya, se crea, se comparte. La precariedad se convierte en un motor, en un impulso para seguir adelante. Alguien del grupo, con la astucia de un cazador, rastrea convocatorias, becas, cualquier oportunidad que les permita seguir creando, seguir soñando. Como en la película "Amores Materialistas" de Celine Song, la vida del artista se convierte en un complejo rompecabezas donde los horarios se fragmentan, los recursos se administran con precisión milimétrica, y la esperanza se convierte en el combustible que alimenta la maquinaria.
El poema de Wislawa Szymborska, “Escribiendo el currículum”, resuena con una dolorosa verdad. El valor intrínseco del arte, la pasión, la dedicación, parecen desvanecerse ante la fría lógica del mercado. Lo que importa es el precio, el título, la apariencia. La oreja visible en la fotografía, su forma, no lo que escucha. ¿Y qué escucha esa oreja? El fragor de las trituradoras de papel, el sonido del sistema que engulle los sueños, que reduce el arte a una mercancía, a una línea en un currículum.
Pero a pesar de todo, la música persiste. La danza continúa. El teatro resiste. En la oscuridad del vagón del tren, en la precariedad de los espacios prestados, en la lucha diaria por la supervivencia, el arte se niega a morir. Porque la verdadera esencia del artista no reside en el reconocimiento externo, sino en la llama interna que lo impulsa a crear, a compartir, a conectar con el mundo a través de su obra. Y esa llama, aunque a veces tenue, es inextinguible.
Fuente: El Heraldo de México