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18 de agosto de 2025 a las 09:35
Alto a la Violencia: Actúa Ya
La violencia, un concepto que resuena con fuerza en nuestra sociedad, va mucho más allá del simple uso de la fuerza física. Se extiende a un espectro complejo que abarca lo mental, lo emocional e incluso lo relacional. Es una fuerza, consciente o inconsciente, que se ejerce sobre uno mismo, sobre otros, sobre grupos enteros, dejando a su paso una estela de daño que se manifiesta en diversos niveles: físico, mental, emocional y relacional. Desde la violencia física, la más evidente, hasta la violencia económica, que socava la independencia y la dignidad, pasando por la violencia emocional, que corroe la autoestima y la confianza, las formas de violencia son tan variadas como las relaciones humanas.
A menudo, se asocia la violencia con la intencionalidad, con un acto deliberado de agresión. Sin embargo, la realidad es mucho más profunda. La violencia puede ser sutil, indirecta, incluso negligente. Puede manifestarse en la omisión, en la indiferencia, en la falta de cuidado. Y es precisamente en esta sutileza donde reside su mayor peligro, ya que a menudo pasa desapercibida, normalizada, incluso justificada.
Somos seres sociales por naturaleza. Nuestra existencia se teje en el entramado de las relaciones, desde el primer vínculo con la madre hasta la compleja red de interacciones que conformamos a lo largo de la vida. La familia, como núcleo fundamental, se convierte en el primer escenario donde aprendemos sobre la confianza, la seguridad, el amor, la protección. Cuando este entorno falla en su función primordial, cuando estas necesidades básicas quedan insatisfechas, experimentamos una forma de violencia, una herida que se graba en lo más profundo de nuestro ser.
Esta sensación de insatisfacción, de carencia, se aloja en nuestra memoria emocional, en ese cerebro reptiliano que reacciona de manera automática e inconsciente ante situaciones que percibe como una oportunidad para sanar aquellas heridas primigenias. Nos colocamos, entonces, en una posición vulnerable, buscando la satisfacción de esas necesidades insatisfechas, incluso a costa de repetir patrones de violencia, ya sea como víctimas o como victimarios.
Un niño que se siente abandonado porque sus padres lo dejan en la guardería, rechazado porque la maestra le pide que espere su turno, traicionado porque un familiar no asiste a su fiesta de cumpleaños, está experimentando una forma de violencia, una insatisfacción profunda que, si no se procesa adecuadamente, puede condicionar sus relaciones futuras. Estas experiencias, aparentemente triviales desde la perspectiva adulta, son vivencias significativas para un niño, que aún no cuenta con las herramientas emocionales para comprenderlas y gestionarlas.
Al llegar a este mundo, venimos equipados con instintos básicos de supervivencia y conservación, que se traducen en la necesidad de ser aceptados, protegidos, queridos. Estos instintos nos impulsan a buscar la conexión, la pertenencia, a tejer lazos con los demás. La satisfacción de estas necesidades nos proporciona una sensación de bienestar, de seguridad, de plenitud. Por el contrario, la frustración de las mismas nos deja con una herida abierta, una vulnerabilidad que nos expone a la violencia en sus múltiples formas.
La clave reside en la auto-observación, en la escucha atenta de nuestras propias emociones, en la aceptación de nuestras vulnerabilidades y en la protección de nuestro bienestar emocional. Reconocer nuestras heridas, comprender su origen y trabajar en su sanación es un camino esencial para romper con los ciclos de violencia y construir relaciones sanas y equilibradas, tanto con nosotros mismos como con los demás. Aprender a identificar las señales de la violencia, tanto las más evidentes como las más sutiles, es fundamental para protegernos y proteger a quienes nos rodean. La violencia no es un destino inevitable, sino un patrón que podemos modificar, un ciclo que podemos romper.
Fuente: El Heraldo de México