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15 de agosto de 2025 a las 10:10

Poesía que sana: Verónica Ortiz Lawrenz

La vida, a veces, nos lanza por una espiral descendente, un torbellino inesperado que nos arranca de la cotidianidad y nos enfrenta a nuestra propia fragilidad. Imaginen caer ocho metros, sentir el impacto brutal contra el cemento, la vértebra astillada, el mundo desvaneciéndose… Verónica Ortiz Lawrenz no solo lo imaginó, lo vivió. Un accidente que para la mayoría significaría el final, para ella se convirtió en el preludio de un renacimiento, una dolorosa metamorfosis impulsada por la fuerza indomable del espíritu humano y la magia sanadora de la poesía.

El atlas, esa primera vértebra cervical que sostiene el peso de nuestra existencia, se fracturó en seis pedazos. Un diagnóstico devastador, una sentencia casi inapelable. El 98% de los que sufren una lesión similar no sobreviven, los que lo hacen, a menudo quedan atrapados en un estado vegetativo. Pero Verónica, con una resiliencia asombrosa, se aferró a la vida. Su cuerpo, roto y dolorido, se convirtió en un campo de batalla donde libró la lucha más importante de su vida. Y en medio de la oscuridad, una luz: la poesía.

No fue una epifanía repentina, sino un proceso gradual, una necesidad imperiosa de expresar el torrente de emociones que la embargaban. Los fierros que mantenían su cabeza en su lugar, limitaban sus movimientos, pero no podían contener la fuerza de su voz interior. "Sin la poesía no hubiera podido salir adelante", confiesa. Las palabras se convirtieron en su refugio, en el bálsamo que calmaba el dolor, en el puente que la conectaba con un mundo que parecía inalcanzable.

Imaginen la escena: Verónica, postrada en una cama, dictando sus primeros versos a la enfermera que la acompañaba día y noche. Fragmentos de dolor, miedo, desesperación, pero también de esperanza, de una profunda introspección que la llevaba a explorar los rincones más oscuros de su ser. "Soy tantas cosas rotas", escribe, un verso que condensa la fragilidad de su cuerpo y la fortaleza de su espíritu.

No buscaba la fama, ni el reconocimiento. Escribir era una forma de catarsis, de exorcizar sus demonios, de darle sentido a una experiencia que la había transformado para siempre. Fue Arturo Córdova Just, un poeta amigo, quien la animó a publicar sus poemas. Inicialmente, se resistió. Su prioridad era la rehabilitación, aplacar el dolor constante que la acompañaba. Pero la poesía, como una fuerza imparable, la empujaba a compartir su historia, a dar testimonio de una experiencia límite que pocos podían comprender.

Así nació "No hay plegarias para los descabezados", una colección de poemas que son un grito de dolor, pero también un canto a la vida. Versos que nos hablan de la fragilidad humana, de la lucha por la supervivencia, de la capacidad de encontrar belleza incluso en las circunstancias más adversas. Verónica se despide de la mujer que fue, acepta su nueva realidad y encuentra consuelo en la palabra.

Su vida ha cambiado radicalmente. La mujer activa, dinámica, que se comía el mundo a mordiscos, ahora vive a un ritmo más lento, en Cuernavaca, enfocada en su proceso de recuperación y en la escritura. La lectura y la escritura son sus salvavidas, su refugio en medio de la tormenta. "La gente se queja por muy poco, vive infeliz sin saber que lo tiene todo", reflexiona. Ella, que ha perdido tanto, ha aprendido a valorar cada pequeño detalle, a encontrar la alegría en las cosas simples. Su historia es un recordatorio de la importancia de vivir el presente, de apreciar la vida en toda su plenitud, incluso con sus imperfecciones y sus dolores. Verónica Ortiz Lawrenz, una mujer rota, reconstruida por la poesía, nos invita a reflexionar sobre la resiliencia del espíritu humano y el poder transformador de la palabra.

Fuente: El Heraldo de México