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15 de agosto de 2025 a las 09:25

¿Elecciones justas o trampa?

La maquinaria política mexicana, una vez más, se pone en marcha, no impulsada por la voluntad popular, sino por los engranajes del poder. La reciente creación de la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral, liderada por Pablo Gómez, se presenta como una modernización necesaria, un ahorro para el erario público. Sin embargo, tras esa fachada de eficiencia, se percibe un aroma inconfundible a control político, un intento de moldear las reglas del juego a conveniencia del partido en el poder. Los tres ejes de la reforma –reducción del presupuesto al INE y a los partidos, modificación de la fórmula para la elección de plurinominales y la elección popular de consejeros electorales–, parecen plausibles en la superficie, pero adquieren un tinte preocupante cuando se analizan en el contexto actual: un oficialismo con mayoría en el Congreso y una oposición fragmentada. En este escenario, el debate se convierte en un mero trámite, una escenificación donde el resultado ya está predefinido. La desaparición de los OPLES, reemplazados por oficinas con capacidades reducidas, no es un simple recorte presupuestal, sino el desmantelamiento de estructuras locales cruciales para la organización de elecciones limpias y transparentes. Eliminar las plurinominales, aunque suena atractivo para un electorado cansado de políticos sin arraigo popular, se convierte en un arma de doble filo con la propuesta de que los terceros lugares en las listas accedan al Congreso. Este mecanismo, lejos de empoderar a la ciudadanía, fortalece el control de las cúpulas partidistas, perpetuando las prácticas clientelares y el tráfico de influencias. El golpe final a la autonomía electoral llega con la propuesta de elegir a los consejeros electorales mediante voto popular. Tras el reciente revés en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el oficialismo ha dejado clara su intención: controlar el árbitro electoral. Cambiar las reglas del juego es una prerrogativa legítima en una democracia, pero hacerlo cuando se tiene el control absoluto del balón, la cancha y el silbato, desvirtúa el proceso y pone en entredicho la legitimidad del resultado.

El Senado de la República, ese espacio que debería ser la cuna del debate y la construcción de acuerdos, se encuentra una vez más sumido en las mismas prácticas de siempre: alianzas efímeras, traiciones calculadas y una obsesión por el poder. La sucesión en la presidencia del Senado no se define por la capacidad legislativa o la visión de país de los candidatos, sino por la fría aritmética política. Laura Itzel Castillo y Guadalupe Chavira, figuras cercanas al presidente, buscan imponer su sello ideológico, mientras Verónica Camino, con un historial de saltos entre partidos (PRI, Verde y ahora Morena), se presenta como la opción de consenso. Sin embargo, tras el telón de las negociaciones, lo que realmente se disputa es el control de la mesa directiva y, con ello, el poder de dictar la agenda legislativa y controlar la narrativa política. Con la figura de Adán Augusto López debilitada y la inminente salida de Gerardo Fernández Noroña, el tablero político se reconfigura, movido no por convicciones, sino por la búsqueda de posiciones estratégicas. En este juego de tronos legislativo, el ganador no será quien presente las mejores propuestas para el país, sino quien mejor reparta los favores y consolide las alianzas necesarias.

En Piedras Negras, Coahuila, la transparencia se ha convertido en una palabra hueca. La reacción del presidente municipal, Jacobo Rodríguez, ante la pregunta de una periodista sobre su disposición a someterse a un antidoping y hacer públicos los resultados, ha dejado al descubierto una preocupante realidad: la resistencia de algunos funcionarios a rendir cuentas. En lugar de responder con la serenidad que exige su cargo, el alcalde optó por la evasión, desviando la atención hacia el gobernador Manolo Jiménez. Este episodio revela un patrón recurrente en la política mexicana: funcionarios que exigen la confianza ciudadana durante las campañas electorales, pero rehúyen a la transparencia y la rendición de cuentas una vez en el poder. La pregunta de la periodista no era un ataque personal, sino una oportunidad para dar ejemplo y demostrar que no hay nada que ocultar. Sin embargo, la soberbia y la evasión prevalecieron sobre la honestidad y la transparencia. La negativa del alcalde a someterse a un antidoping trasciende el ámbito de la salud personal. Se convierte en un símbolo de la resistencia a la fiscalización y la rendición de cuentas, un síntoma de la cultura de la opacidad que aún prevalece en algunos sectores de la política mexicana. Como diría aquel filósofo, cuyo nombre se me escapa en este momento: "Cuando un político se enoja por la pregunta, la respuesta ya la conocemos".

Fuente: El Heraldo de México