
13 de agosto de 2025 a las 09:31
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La política, un escenario donde la sombra del error acecha constantemente. No se trata de una introspección, de un análisis profundo sobre las consecuencias de las decisiones tomadas. No, la admisión del error llega solo cuando la presión aprieta, cuando la popularidad se desploma, cuando la opinión pública ruge y las redes sociales se convierten en un hervidero de críticas. Es entonces, y solo entonces, que el político, acorralado, se ve obligado a reconocer su equivocación. A su alrededor, un séquito de asesores, si es que los tiene, se afanan en gestionar el miedo, la fragilidad de quien se encuentra en el vértigo de la arena pública.
Porque la política es un abismo. Quien se adentra en ella camina siempre al borde del precipicio, con un ojo puesto en sus acciones y el otro, vigilante, fijo en sus enemigos, que se multiplican día a día, desde el instante mismo en que asume el poder. Esta desconfianza constante genera una escucha selectiva, un filtro que distorsiona la realidad y lo conduce a la trampa del punto ciego, donde los errores se acumulan, invisibles a sus ojos.
Y cuando la tormenta arrecia, cuando la evidencia del error es innegable, recurren a las mismas frases desgastadas, a las justificaciones trilladas. La culpa siempre es del otro: la derecha, los conservadores, los reaccionarios, el centro de pensamiento, la revista, el grupo de intelectuales… Un juego de evasivas que se repite una y otra vez a lo largo de la historia. Basta un vistazo a cualquier libro de pensamiento político para reconocer el patrón.
Estos deslices, aparentemente pequeños, van labrando profundas heridas en sus administraciones. Son gotas que erosionan la confianza, cada gota representando miles de votos perdidos, la percepción de ineficacia, la reiteración de los mismos pecados. El discurso del "no somos iguales" se desvanece, se evapora como el agua en el desierto.
Cuando un político convoca a una conferencia de prensa, o recurre a las redes sociales para ofrecer disculpas, es porque la tempestad lo ha alcanzado. Se activa entonces la maquinaria del control de daños, se liberan los presupuestos que mueven a los cabilderos y a los spin doctors, expertos en la creación de cortinas de humo. El político, obligado a enfrentar la tribuna pública, a soportar la lluvia de jitomatazos virtuales, se muerde la lengua, representando un papel, un performance para la audiencia.
Recordamos las conmovedoras palabras de Richard Nixon al renunciar a la presidencia de los Estados Unidos: "Habría preferido llevarlo a cabo hasta el final… pero el interés de la nación siempre debe anteponerse a cualquier consideración personal". Un discurso emotivo, ¿sincero? ¿una actuación magistral?
Kathryn Schulz, en su libro "En defensa del error", nos recuerda que el error nos permite revisarnos, enmendar nuestras ideas sobre el mundo. Y subraya que el arte de dominar el ego no es apto para principiantes, y mucho menos para políticos. Tener razón es gratificante, pero estático. Equivocarse, en cambio, es un viaje, una historia, una oportunidad para aprender y crecer. Un aprendizaje que, lamentablemente, muchos en la esfera política parecen incapaces de asimilar. Prefieren la comodidad del autoengaño, la ceguera voluntaria, antes que enfrentar la dura realidad de sus propios errores.
Fuente: El Heraldo de México