
8 de agosto de 2025 a las 09:40
Homenaje a José Manuel Alegría
El silencio del Museo José Luis Cuevas se vio interrumpido abruptamente aquella tarde gris de lunes. Un silencio que, irónicamente, contrastaba con la vitalidad que José Manuel Alegría Terrón había insuflado en sus muros durante décadas. La Giganta, imponente y testigo silenciosa de innumerables momentos, observaba ahora la escena con una solemnidad aún más profunda. A sus pies, sobre el césped, yacía el hombre que, junto al irreverente Cuevas y su equipo, la había colocado en ese preciso lugar, convirtiéndola en el corazón palpitante del museo.
Alegría Terrón, un hombre forjado en el crisol de las instituciones culturales mexicanas, no había soñado inicialmente con el mundo de la museografía. Su camino, como los de tantos otros, fue trazado por el azar y la pasión descubierta. Las bodegas del INBA, repletas de tesoros artísticos, se convirtieron en su escuela, en el lugar donde aprendió a descifrar el lenguaje silencioso de las obras, a comprender su fragilidad y su poder.
Su encuentro con Fernando Gamboa, figura fundamental en la museografía mexicana, fue decisivo. De la mano de este maestro, Alegría Terrón se sumergió en una disciplina que exige precisión, sensibilidad y una profunda comprensión del arte. Gamboa, junto a otros grandes como Miguel Salas Anzures, Jesús Talavera, Jorge Guadarrama y Rosendo González, formaron una generación de museógrafos que elevó esta profesión a la categoría de arte.
La llamada de Salvador Vázquez Araujo a finales de los ochenta marcó un nuevo capítulo en la vida de Alegría Terrón. El proyecto del Museo José Luis Cuevas lo unió al "enfant terrible" del arte mexicano, creando un vínculo que trascendió lo profesional. Juntos, dieron vida a un espacio que se convertiría en referente cultural, un lugar donde la irreverencia y la genialidad de Cuevas encontrarían su hogar definitivo.
La dedicación de José Manuel Alegría Terrón no se limitó al Museo Cuevas. A lo largo de más de tres décadas, participó en cientos de exposiciones, dejando su huella imborrable en cada una de ellas. Su humildad, su generosidad y su compromiso incuestionable lo convirtieron en un referente para las nuevas generaciones de museógrafos.
Su partida, tan repentina como simbólica, deja un vacío inmenso en el mundo del arte mexicano. El césped del Museo Cuevas, testigo silencioso de sus últimos momentos, se convierte en un lugar de memoria, un recordatorio de la pasión y la entrega de un hombre que dedicó su vida a dignificar la museografía. Su legado, como las obras que custodió con tanto esmero, permanecerá vivo en el tiempo, inspirando a quienes continúan su labor, esa labor silenciosa pero fundamental que permite al arte dialogar con el mundo.
La museografía, a menudo relegada a un segundo plano, es el puente invisible que conecta al público con la obra de arte. Es la mano que guía la mirada, que crea atmósferas, que narra historias sin palabras. Es, en definitiva, un arte en sí mismo, un arte que José Manuel Alegría Terrón dominó con maestría y que ahora, más que nunca, demanda el reconocimiento y la valoración que merece.
Su recuerdo, como la sombra alargada de La Giganta al caer la tarde, se proyecta sobre el Museo Cuevas, un recordatorio constante de la pasión y la entrega de un hombre que hizo de la museografía su vida.
Fuente: El Heraldo de México