
6 de agosto de 2025 a las 16:40
Destrucción total: Hiroshima en CDMX
Imaginemos, por un instante, el Zócalo capitalino. El bullicio habitual, el ir y venir de la gente, los vendedores ambulantes, los turistas tomando fotos. De pronto, un destello cegador, más intenso que el sol del mediodía, lo consume todo. Un calor abrasador, inimaginable, se extiende como una ola invisible, arrasando con todo a su paso. Edificios históricos, como la Catedral Metropolitana y el Palacio Nacional, se desintegran en un instante, reducidos a polvo y escombros. El aire se llena de un silencio espectral, roto solo por el crepitar de las llamas que devoran lo que queda. Este escenario apocalíptico, por desgracia, no es producto de la ciencia ficción, sino una posibilidad aterradora que nos recuerda la devastación de Hiroshima.
Si una bomba atómica como Little Boy detonara sobre la Ciudad de México, el corazón del país se detendría. El Centro Histórico, cuna de nuestra identidad, se convertiría en un desierto de muerte y destrucción. Las colonias aledañas, vibrantes y llenas de vida, serían arrasadas por la onda expansiva y la radiación. Miles de personas perecerían al instante, víctimas de la inmensa bola de fuego y el calor infernal. Muchos más sufrirían quemaduras de tercer grado, lesiones internas devastadoras y los terribles efectos de la radiación.
Los hospitales, colapsados y sin recursos suficientes para atender la emergencia, se convertirían en escenarios de dolor y desesperación. La escasez de médicos, medicamentos y suministros básicos agravaría la tragedia. La nube radioactiva, extendiéndose por el viento, contaminaría el aire y el agua, sembrando la muerte a su paso. Los sobrevivientes, marcados física y emocionalmente, vagarían por las calles en busca de refugio y ayuda, convertidos en fantasmas de una ciudad que ya no existe.
Las consecuencias a largo plazo serían aún más devastadoras. El cáncer, la leucemia y otras enfermedades relacionadas con la radiación se convertirían en una epidemia silenciosa, cobrando la vida de miles de personas en los años posteriores. La infraestructura del país quedaría gravemente dañada, paralizando la economía y sumiendo a la nación en el caos. La Ciudad de México, otrora vibrante y llena de vida, se convertiría en un símbolo de la destrucción, un recordatorio constante de la locura de las armas nucleares.
A diferencia de Hiroshima, donde la devastación se concentró en un área relativamente pequeña, la densidad poblacional de la Ciudad de México multiplicaría exponencialmente el número de víctimas. Las estrechas calles del centro histórico, los edificios antiguos y la falta de espacios abiertos convertirían la ciudad en una trampa mortal. La onda expansiva rebotaría entre los edificios, amplificando su poder destructivo. La nube radioactiva quedaría atrapada entre las estructuras, aumentando la exposición de la población a la radiación.
La tragedia de Hiroshima y Nagasaki nos enseñó una lección invaluable: las armas nucleares no deben volver a usarse jamás. Su poder destructivo es inconmensurable, sus consecuencias, devastadoras e irreversibles. Imaginar un escenario similar en la Ciudad de México, en cualquier ciudad del mundo, es un ejercicio doloroso pero necesario para comprender la urgencia de construir un mundo libre de armas nucleares. La paz y la seguridad global dependen de nuestra capacidad para aprender del pasado y trabajar juntos hacia un futuro donde la amenaza nuclear sea solo un mal recuerdo.
Fuente: El Heraldo de México