
5 de agosto de 2025 a las 09:20
Prepárate para el cambio.
La fiebre del poder absoluto se extiende como una plaga silenciosa, susurrando promesas de orden y prosperidad al oído de pueblos sedientos de cambio. Desde las costas caribeñas hasta las estepas euroasiáticas, un nuevo tipo de caudillo emerge, envuelto en el manto de la popularidad y blandiendo la espada de la seguridad. No importa el idioma, la ideología o la latitud, el denominador común es la ambición desmedida, la creencia inquebrantable de poseer la única verdad, el antídoto a todos los males. Son los nuevos faraones, los arquitectos de un futuro a su imagen y semejanza, donde la disidencia es sinónimo de traición y la crítica, un eco lejano e insignificante.
El guion se repite con precisión escalofriante. Primero, la llegada al poder, a menudo a través de las urnas, con promesas de renovación y justicia. Luego, la lenta pero implacable erosión de las instituciones democráticas, la reducción del Poder Legislativo a una mera comparsa, el sometimiento del Poder Judicial a los designios del líder. Los jueces independientes, guardianes de la legalidad, se convierten en piezas de un ajedrez político, movidos al antojo del nuevo rey. Las fuerzas militares, otrora garantes de la soberanía nacional, se transforman en la guardia pretoriana del régimen, con presupuestos desorbitados y una creciente influencia en la vida civil.
Las reformas electorales, maquilladas con el lenguaje de la modernización y la eficiencia, se convierten en instrumentos para perpetuar el control. La democracia, antes bandera de lucha, se transforma en una herramienta desechable, un mero trámite para legitimar el ascenso al trono. La reelección indefinida, el anhelo secreto de todo autócrata, se presenta como la única vía para consolidar los logros alcanzados, para proteger al pueblo de las garras de la oposición, esa masa amorfa de conspiradores y traidores.
El caso de Nayib Bukele en El Salvador es un ejemplo paradigmático de esta tendencia. Llegó al poder con un discurso fresco, prometiendo romper con el pasado y acabar con la violencia que asolaba al país. Su popularidad, innegable, se ha convertido en el escudo que le permite desmantelar el sistema democrático con una impunidad pasmosa. La drástica reducción de los homicidios, un logro innegable, se utiliza como justificación para silenciar las voces críticas, para justificar la represión y el estado de excepción permanente.
La pregunta que nos debemos hacer es: ¿a qué precio se compra la seguridad? ¿Estamos dispuestos a sacrificar nuestras libertades fundamentales en el altar del orden? La historia nos enseña que el camino hacia la tiranía está pavimentado con buenas intenciones, con promesas de un futuro mejor. La popularidad, efímera por naturaleza, no es garantía de buen gobierno. Cuando la marea baje y la luna de miel termine, cuando el pueblo despierte del sueño de la seguridad a la pesadilla del autoritarismo, ya será demasiado tarde. Las instituciones estarán destruidas, las leyes moldeadas a la imagen del déspota, y la voz del pueblo, silenciada para siempre.
La lucha contra el autoritarismo no es una batalla ideológica, sino una defensa de los principios fundamentales que sustentan la convivencia humana. Es la lucha por la libertad de expresión, por la separación de poderes, por el derecho a disentir sin miedo a la represión. Es una lucha que debemos librar todos los días, en cada rincón del planeta, para evitar que la sombra del tirano se extienda y nos envuelva en la oscuridad de la opresión.
Fuente: El Heraldo de México