
5 de agosto de 2025 a las 12:45
Descubre la Caverna Humana
Imaginen la Ciudad de México, un monstruo de concreto y asfalto, latiendo a un ritmo frenético. En medio de ese caos, existe un pulmón verde, un respiro profundo: el Parque Hundido. No es un parque cualquiera, es un testimonio vivo de la metamorfosis urbana, un espacio donde la historia se entrelaza con la naturaleza de forma sorprendente.
Para entender su magia, hay que viajar al pasado, a la época en que la Compañía Ladrillera de la Nochebuena operaba en ese mismo lugar. Imaginen el ruido constante de la maquinaria, el ir y venir de los trabajadores, la tierra rojiza siendo transformada en ladrillos. Con el cierre de la fábrica, quedó un enorme vacío, una herida en el paisaje. Pero la naturaleza, en su infinita sabiduría, tomó las riendas y convirtió esa cicatriz en un oasis. Poco a poco, las plantas comenzaron a brotar, los árboles a crecer, creando un pequeño bosque espontáneo que los vecinos llamaron, con cariño, "el Bosque de la Nochebuena".
Años después, en la década de 1930, la ciudad crecía a pasos agigantados. La Avenida de los Insurgentes, una arteria vital, se expandía y pavimentaba. Ese terreno irregular, ese "Bosque de la Nochebuena", se presentaba como una oportunidad. Las autoridades decidieron transformarlo en un parque, un espacio para el esparcimiento y el disfrute de los ciudadanos. Así nació el Parque Luis G. Urbina, que pronto sería conocido como "Parque Hundido", un nombre que evoca su ubicación en una depresión natural, un pequeño valle en el corazón de la metrópoli.
Pero la historia del Parque Hundido no se detiene ahí. En los años setenta, el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) le otorgó una nueva dimensión, una capa cultural que lo enriqueció aún más. Se instalaron réplicas de esculturas mesoamericanas, tesoros de nuestro pasado prehispánico. Se trazaron seis rutas arqueológicas: olmeca, zapoteca, maya, totonaca, huasteca y del altiplano, cada una señalizada con líneas de colores en el suelo, invitando a los visitantes a un viaje a través del tiempo. De esta manera, el Parque Hundido se convirtió en un museo al aire libre, un lugar donde la historia y la naturaleza dialogan en perfecta armonía.
Uno de los elementos más icónicos del parque es, sin duda, el reloj floral. Construido en 1977 por Relojes Centenario, de Zacatlán, Puebla, este reloj no es solo un instrumento para medir el tiempo, es una obra de arte, una joya de ingeniería y un símbolo del parque. Con su esfera de diez metros de diámetro, corona una escalinata que conduce a la Plaza Dolores del Río, invitando a la contemplación y al descanso.
Y si hablamos de arte, no podemos olvidar el audiorama, un espacio rodeado de exuberante vegetación con capacidad para 141 personas. Allí, la poesía, la música y el cine se funden con el canto de las aves, creando una atmósfera mágica e inolvidable. Imaginen disfrutar de un recital de poesía bajo la sombra de los árboles, con el suave murmullo del viento como acompañamiento.
El Parque Hundido es un organismo vivo, en constante evolución. Hoy en día, cuenta con áreas de juegos infantiles, zonas para perros, ciclovías conectadas con Ecobici y un hábitat para diversas especies. Los domingos, una tradición que se remonta a más de medio siglo, ciclistas locales parten desde la estatua ecuestre de Vicente Guerrero, en la esquina de Insurgentes y Porfirio Díaz, llenando el parque de vida y movimiento.
Entrar al Parque Hundido es sumergirse en un universo paralelo, un oasis de tranquilidad en medio del bullicio citadino. Es un viaje a través del tiempo, un encuentro con la historia y la naturaleza. Al salir, uno se lleva consigo el recuerdo del pasado industrial, el tic-tac del reloj floral, el eco de la poesía y el susurro verde de la memoria viva. Un lugar donde la ciudad respira, donde la gente se conecta con sus raíces y se reencuentra con la belleza que se esconde en los rincones más inesperados.
Fuente: El Heraldo de México