
3 de agosto de 2025 a las 09:10
Descubre el poder presidencial en México
La sombra del presidencialismo se cierne aún sobre México, un legado histórico que, como un río subterráneo, fluye desde la Constitución de 1824, inspirada en el modelo estadounidense, pero que con el tiempo ha labrado su propio cauce, uno mucho más profundo y turbulento. A diferencia del sistema original, donde el poder se distribuye como un delta, en México se ha concentrado, como un embudo, en la figura del Presidente. Este fenómeno, lejos de ser una simple imitación, ha evolucionado hacia lo que algunos académicos denominan "presidencialismo", una versión exacerbada donde el Ejecutivo acumula un poder casi omnímodo.
Recordemos la génesis de este sistema. Los padres fundadores mexicanos, tras la independencia, buscaron un modelo que se contrapusiera a la monarquía española. El sistema presidencial estadounidense, con su división de poderes y elección popular del ejecutivo, se presentaba como la antítesis perfecta. Sin embargo, la semilla del presidencialismo, latente quizás en la propia idiosincrasia política del país, germinó con fuerza, especialmente tras la Revolución Mexicana. El presidente se erigió como la figura central, el "jefe máximo", concentrando en sus manos las riendas del poder.
Este proceso de concentración no fue repentino, sino una lenta acumulación de atribuciones, formales e informales, que fueron tejiendo una red de poder alrededor del Ejecutivo. Las decisiones trascendentales, aquellas que marcan el rumbo del país y afectan la vida de millones, se toman en el Palacio Nacional, emanando de una sola voluntad. Este desequilibrio ha llevado a calificativos tan contundentes como "dictadura perfecta" (Vargas Llosa), "presidencialismo imperial" (Krauze) o "régimen fascistoide" (Duverger). Si bien estas etiquetas pueden resultar polémicas, reflejan la preocupación por la concentración excesiva de poder en una sola figura.
A pesar de los avances democráticos de finales del siglo XX, con la alternancia partidista como un hito ineludible, la democratización del país sigue siendo una tarea pendiente. Los sucesivos gobiernos, independientemente de su color político, han perpetuado este sistema, reforzando las prácticas presidencialistas y resistiéndose a una verdadera distribución del poder.
El desafío actual radica en desmontar este andamiaje, en transitar hacia un sistema donde el poder se comparta, donde las decisiones sean el resultado de un diálogo plural y no de una imposición vertical. Es imperativo fortalecer al Poder Legislativo y Judicial, dotándolos de autonomía real y capacidad de contrapeso. De igual manera, es crucial fomentar la participación ciudadana, no solo en los procesos electorales, sino en la vigilancia y fiscalización del poder. La construcción de una democracia plena requiere un compromiso colectivo, una visión que trascienda los intereses particulares y privilegie el bien común. Solo así podremos dejar atrás la sombra del presidencialismo y construir un futuro donde el poder resida en el pueblo y no en una sola persona. El camino es largo y complejo, pero la recompensa, una democracia sólida y participativa, bien vale la pena.
Fuente: El Heraldo de México