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2 de agosto de 2025 a las 09:10

Descubre la historia de Fidel y el Che

El ir y venir de las estatuas en el espacio público se asemeja a un péndulo que oscila entre la veneración y el repudio, un reflejo palpable de la volátil memoria colectiva y las cambiantes corrientes ideológicas. El reciente incidente con la estatua del ex presidente Calderón, derribada no por la furia popular sino por la fuerza de la naturaleza, nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de estos símbolos y la efímera naturaleza del poder que representan. ¿Es acaso una ironía del destino que un árbol, símbolo de vida y arraigo, sea el responsable de la caída de una figura que en su momento representó la autoridad? Este contraste nos recuerda la implacable marcha del tiempo y cómo la historia, con su peculiar sentido del humor, a menudo escribe sus propios epílogos.

La decisión de la alcaldesa Rojo de la Vega de retirar las estatuas de Fidel Castro y el Che Guevara, argumentando irregularidades en su adquisición, abre un debate que trasciende el ámbito administrativo. Más allá de la legalidad de la compra, la remoción de estas figuras icónicas plantea interrogantes sobre la memoria histórica y el derecho a la representación de diferentes ideologías en el espacio público. ¿Quién decide qué figuras merecen ser recordadas y cuáles deben ser relegadas al olvido? ¿Debe el espacio público ser un lienzo en blanco, aséptico de cualquier ideología, o un reflejo de la pluralidad y las contradicciones que conforman nuestra sociedad?

El caso de la estatua de Heydar Aliyev, erigida y posteriormente retirada en un breve lapso de tiempo, ilustra la complejidad de las relaciones internacionales y cómo las decisiones políticas pueden influir en la presencia de monumentos extranjeros en nuestro país. La estatua, un obsequio de la embajada de Azerbaiyán, se convirtió en un peón en un tablero de ajedrez geopolítico, un recordatorio de que el arte y la cultura a menudo se ven atrapados en las redes de la diplomacia y los intereses nacionales.

Recordamos también el caso de la estatua de Miguel Alemán, imponente y controvertida, dinamitada por estudiantes en un acto de rebeldía que resonó con la efervescencia social de la época. Este episodio, narrado con maestría por José Agustín y analizado por Rosas y Villalpando, nos muestra cómo las estatuas pueden convertirse en catalizadores de la inconformidad, en blancos de la frustración y el deseo de cambio. La imagen de la cabeza de Alemán, rodando por el suelo, se convierte en una metáfora del derrumbe de un régimen y la aspiración a un nuevo orden.

La anécdota de la estatua de Santa Anna, decapitada y ultrajada por la furia popular, nos remonta a un pasado turbulento, donde la indignación se manifestaba de forma visceral y la justicia se impartía en las calles. La profanación de la pierna del dictador, arrastrada por la multitud en una macabra procesión, es un testimonio elocuente del poder del pueblo para derrocar a sus opresores, incluso simbólicamente.

El deterioro de las estatuas en Paseo de la Reforma, desprovistas de placas y pedestales, es un reflejo del olvido y la desidia que a menudo se cierne sobre nuestro patrimonio histórico. La propuesta de la alcaldesa Rojo de la Vega de restaurar estas figuras y devolverles su dignidad, abre la posibilidad de una reconciliación con nuestro pasado, una oportunidad para aprender de nuestros errores y construir un futuro más informado y consciente. La restauración de las estatuas no solo implica la recuperación de un patrimonio físico, sino también la reconstrucción de la memoria colectiva y la reafirmación de nuestra identidad como nación.

Fuente: El Heraldo de México