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1 de agosto de 2025 a las 08:10

El poder liberador del escenario

La historia de Isaac Hernández, el bailarín mexicano que ha conquistado los escenarios más prestigiosos del mundo, es un testimonio inspirador de perseverancia, talento y la inquebrantable influencia familiar. Desde sus humildes comienzos, practicando en el patio de su casa en Guadalajara, hasta las brillantes luces del Metropolitan Opera House de Nueva York, su viaje es una danza entre la disciplina férrea y la pasión desbordante.

Imaginen la escena: un joven Isaac, bajo el sol tapatío, repitiendo los mismos movimientos una y otra vez, mientras sus hermanos se entregan a los juegos infantiles. Esa imagen encapsula la dedicación temprana que lo impulsaría hacia la grandeza. Sus padres, visionarios en su enfoque educativo, reconocieron la chispa única en su hijo y fomentaron su desarrollo artístico fuera de los moldes tradicionales. Apostaron por el talento innato, por la individualidad, creyendo firmemente en la necesidad de cultivar las habilidades especiales de cada niño.

A la temprana edad de ocho años, Isaac ya competía internacionalmente, dejando su hogar para participar en un concurso en República Dominicana. Este fue solo el preludio de una vida dedicada al arte, una vida que lo llevaría a cruzar fronteras y a desafiar las expectativas. A los trece años, el salto a Filadelfia para continuar su formación marcó un punto de inflexión. Aún resuena la anécdota de su rechazo a una beca de la Ópera de París, una decisión audaz que, paradójicamente, lo llevaría a debutar en ese mismo escenario años después, casi como un guiño del destino. La directora que inicialmente se escandalizó por su negativa, terminó siendo testigo de su talento excepcional en el mismo lugar que él había declinado.

Más allá de la danza, la práctica del taekwondo en su infancia forjó en Isaac una mentalidad estratégica y un autodominio cruciales. Las competencias, similares a un intenso juego de ajedrez, lo entrenaron en la disciplina mental y la precisión, habilidades que luego trasladaría al escenario. Esa capacidad de anticipar, de planificar cada movimiento, se fusionó con su arte, transformando la danza en una expresión de control y libertad simultáneamente.

Hoy, Isaac Hernández domina la técnica con una maestría que le permite alcanzar una conexión profunda con la música. Esa fusión entre lo físico y lo emocional, esa capacidad de "fisicalizar la música", como él mismo lo describe, es la fuente de una satisfacción casi adictiva. Es la culminación de años de esfuerzo, la recompensa por la constancia y la pasión inagotable.

Su recorrido por los grandes teatros del mundo, desde Rusia hasta Nueva York, ha sido acompañado por el apoyo incondicional de su familia, especialmente de su hermana Emilia. Su presencia en Filadelfia trascendió el rol de chaperona, evolucionando hacia una amistad profunda, cimentada en el amor al arte y el deseo mutuo de superación. Este lazo fraternal, tejido con la complicidad y la nostalgia por México, es un recordatorio constante de sus raíces.

La mirada de Isaac hacia su país natal es una mezcla compleja de optimismo y frustración. Reconoce el inmenso potencial cultural y económico de México, pero lamenta la falta de aprovechamiento pleno de esas riquezas. Es una pregunta que lo acompaña, una inquietud que refleja su profundo amor por su tierra.

A pesar de las dificultades inherentes a la vida artística, Isaac nunca ha perdido de vista su propósito. Recuerda vívidamente la primera vez que interpretó a Lenski en Onegin, el momento en que, cayendo al suelo tras el disparo ficticio, supo que esa era su vocación. Esa experiencia, cargada de intensidad dramática, le reveló la extraordinaria naturaleza de su arte. De igual manera, su debut en el Lago de los Cisnes en el MET, aclamado por un teatro repleto, lo conectó con aquel niño de ocho años que comenzó a bailar en el patio de su casa, reafirmando su pertenencia, su arraigo a sus orígenes.

Para los padres que temen que sus hijos se dediquen al arte, Isaac ofrece un mensaje de comprensión y aliento. Reconoce la precariedad del sector cultural en México, pero insta a las familias a ser el soporte que los jóvenes artistas necesitan. En un mundo lleno de adversidades, el hogar debe ser un refugio, un espacio de apoyo incondicional. Defender las pasiones, perseguir los sueños, es la clave para una vida plena, y si ese sueño es el arte, vale la pena dedicarle la vida entera. El camino no será fácil, pero la recompensa, la satisfacción de hacer lo que se ama, es invaluable.

Fuente: El Heraldo de México