
29 de julio de 2025 a las 09:50
Michoacán: ¿Otro fiscal al servicio del poder?
La llegada de Carlos Torres Piña a la Fiscalía General del Estado de Michoacán ha generado una ola de incertidumbre y escepticismo en una región sedienta de justicia. Su nombramiento, más que una bocanada de aire fresco, parece consolidar la preocupante tendencia de convertir las instituciones de procuración de justicia en apéndices del poder político. Lejos de un perfil con una trayectoria intachable en la lucha contra el crimen, Torres Piña llega precedido por su cercanía con el gobernador Alfredo Ramírez Bedolla, lo que inmediatamente levanta sospechas sobre la verdadera naturaleza de su designación. ¿Se priorizará la justicia o la lealtad política?
La herencia que recibe el nuevo fiscal es abrumadora: montañas de expedientes sin resolver, procesos judiciales estancados y un clamor popular por justicia que se ahoga en la impunidad. El fantasma de Adrián López Solís, su predecesor, aún recorre los pasillos de la Fiscalía, un recordatorio constante de las promesas incumplidas y la falta de resultados tangibles. Voces desde dentro de la propia Fiscalía y de colectivos de víctimas coinciden en un sombrío pronóstico: la llegada de Torres Piña no augura un cambio real, sino la perpetuación de un sistema que privilegia los pactos políticos por encima de la justicia.
Michoacán se desangra bajo el yugo del crimen organizado. Municipios enteros abandonados a su suerte, convertidos en territorios sin ley donde las balaceras, las extorsiones y las desapariciones son el pan de cada día. El miedo se ha convertido en un compañero inseparable de los michoacanos, quienes observan con impotencia cómo la violencia se adueña de sus vidas. El caso de Uruapan, uno de los municipios más peligrosos del país, ilustra la gravedad de la situación. El crimen organizado no solo controla las calles, sino que ha infiltrado las instituciones, tejiendo una red de corrupción que asfixia cualquier intento de restablecer el orden. La desesperada petición del presidente municipal, Carlos Manzo, de "abatir a los delincuentes armados" refleja la magnitud de la crisis y la falta de estrategias efectivas para combatirla. ¿Se ha preguntado el alcalde si sus policías cuentan con la capacitación, el equipo y la protección necesarios para enfrentar a grupos criminales fuertemente armados? ¿Se les ha brindado el apoyo psicológico y las garantías para sus familias? O simplemente se les lanza al fuego cruzado como carne de cañón.
Mientras la clase política se enfrasca en juegos de poder, las víctimas siguen esperando justicia. Las carpetas de investigación se acumulan en los archivos, las órdenes de aprehensión duermen el sueño de los justos y los feminicidios permanecen impunes. Las fiscalías regionales, desbordadas y con recursos insuficientes, son incapaces de atender el clamor de una sociedad que exige seguridad y justicia. Las víctimas se enfrentan a un laberinto burocrático, sin encontrar quién las escuche, quién las represente, quién las defienda.
La pregunta que resuena en Michoacán es si Carlos Torres Piña será capaz de romper con el ciclo de impunidad que ha asolado al estado. ¿Estará a la altura del desafío o se limitará a administrar la crisis, protegiendo los intereses del poder en lugar de perseguir a los criminales? Los michoacanos no necesitan un fiscal que cuide las espaldas del gobernador, sino uno que enfrente con valentía y determinación a quienes siembran el terror en sus comunidades. El tiempo dirá si Torres Piña está dispuesto a asumir ese rol o si se convertirá en otro eslabón en la cadena de complicidades que ha permitido al crimen organizado campar a sus anchas en Michoacán.
Y mientras Michoacán se debate entre la esperanza y la desilusión, en la Ciudad de México, el Ajusco, otrora un oasis de tranquilidad, se ha transformado en un territorio peligroso donde el miedo acecha entre los árboles. La desaparición de mujeres como Ana Amelí García, Pamela Gallardo y Montserrat Uribe, cuyos restos fueron hallados por colectivos de búsqueda, evidencia la vulnerabilidad de quienes transitan por esta zona montañosa de Tlalpan. Caminos solitarios, sin señal telefónica ni vigilancia, se han convertido en escenarios de terror donde la impunidad reina. La alcaldía, encabezada por Gabriela Osorio Hernández, se ha mostrado incapaz de implementar medidas efectivas para garantizar la seguridad de los visitantes. Los operativos policiales, más simbólicos que reales, no han logrado disuadir a los criminales que operan con total libertad en la zona. El feminicidio de doña Zenaida, saqueada, extorsionada, asesinada y calcinada, es un recordatorio brutal de la violencia que se ha apoderado del Ajusco. ¿Hasta cuándo las autoridades seguirán ignorando los clamores de justicia y permitiendo que el bosque se convierta en una tumba para quienes buscan un respiro en la naturaleza?
Fuente: El Heraldo de México