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22 de julio de 2025 a las 09:30

Seguridad ficticia: El enemigo interno

La historia nos muestra una constante: la justificación del poder a través de la supuesta necesidad de protección. Desde los albores de la civilización, líderes y gobernantes han invocado la existencia de amenazas, a veces reales, a veces imaginarias, para convencer a la ciudadanía de ceder parte de sus libertades a cambio de seguridad. Este pacto, teorizado por pensadores como Hobbes, Locke y Rousseau, parte de la premisa de que la renuncia a ciertas libertades individuales es el precio a pagar por el bienestar colectivo. Pero, ¿dónde está la línea que separa la legítima defensa del abuso de poder?

La falacia del enemigo ficticio es una herramienta recurrente en el discurso político autoritario. Se construye una imagen vaga, etérea, de un enemigo omnipresente pero indefinido, una amenaza latente que justifica la restricción de derechos y libertades. No se trata de un adversario concreto, con nombre y apellido, sino de una abstracción maligna que se adapta a las circunstancias. En las dictaduras latinoamericanas del siglo XX, el "enemigo rojo" del comunismo sirvió para silenciar cualquier voz disidente. Intelectuales, artistas, estudiantes, obreros, cualquiera podía ser etiquetado como enemigo del Estado, justificando la represión y la violencia.

De la misma manera, las dictaduras de izquierda han utilizado la figura del imperialismo capitalista como justificación para la supresión de libertades y la persecución de opositores. La paranoia y la desconfianza se convierten en herramientas de control social. El caso de los soldados soviéticos que celebraron el fin de la Segunda Guerra Mundial junto a las tropas aliadas, para luego ser deportados a Siberia, ilustra la lógica perversa de estos regímenes.

El miedo al otro, al diferente, es un sentimiento ancestral que el discurso político manipula con pericia. Se crea un clima de inseguridad, se magnifican las amenazas y se presenta al Estado como el único garante de la protección. A cambio de seguridad, se exige la renuncia a libertades fundamentales. Es una transacción engañosa, un pacto con el diablo en el que la ciudadanía siempre sale perdiendo.

La clave radica en la fortaleza de las instituciones democráticas. Un Estado de Derecho sólido, con una Constitución que garantice los derechos y libertades de los ciudadanos, es la mejor defensa contra los falsos salvadores y los enemigos imaginarios. La historia nos enseña que una vez que se cede una parcela de libertad, es muy difícil recuperarla. Los gobernantes autoritarios, amparados en la retórica del peligro y la protección, se aferran al poder y justifican sus excesos en nombre de la seguridad nacional. Es crucial, por tanto, mantener una actitud vigilante y crítica ante cualquier discurso que pretenda restringir nuestras libertades en nombre de un enemigo invisible. La verdadera defensa de la democracia reside en la defensa de nuestros derechos y en la participación activa en la vida política. No debemos permitir que el miedo nos robe la libertad.

Fuente: El Heraldo de México