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10 de julio de 2025 a las 09:10
Sobrevive a la Gentrificación
Hace veinte años, la Roma Norte era un fantasma de su antiguo esplendor, un eco silenciado por el terremoto del 85. Recuerdo la sensación de amplitud en aquel piso viejo, alquilado por una fracción de lo que costaría hoy. La asequibilidad y la ubicación privilegiada compensaban los robos, una constante en aquellos primeros años. Mi llegada coincidió con la de los hípsters, exiliados de sus colonias de origen, buscando refugio en la decadencia romántica de la Roma. El Salón Covadonga y el Café París, reliquias de otra época, volvieron a latir con la energía de artistas y escritores, herederos de la generación beatnik. En sus conversaciones, una palabra resonaba con creciente frecuencia: gentrificación. Los propietarios, astutos, olfatearon el cambio en el aire y, discretamente, comenzaron a subir las rentas o a vender. Presencié el desalojo de una familia que había vivido en la contraesquina durante cuarenta años. Su hogar, un espacio lleno de historia, se transformó en un bar efímero que, inevitablemente, quebró.
La gentrificación, como una marea implacable, siguió avanzando. El 2007, marcado por la guerra de Calderón contra el narco, trajo consigo una nueva ola de migrantes a la Ciudad de México, huyendo de la violencia. El Cova se convirtió en un crisol de rostros norteños y periodistas desilusionados, bebiendo hasta el amanecer. Álvaro Obregón, además de taquerías, vio nacer un edificio de departamentos con precios exorbitantes, rondando los dos millones de pesos. El Cártel Inmobiliario panista, ya afianzado en Benito Juárez, encontraba su eco en los gobiernos perredistas de la Cuauhtémoc. La especulación inmobiliaria se traducía en rentas cada vez más altas. Para quedarme, tuve que compartir piso, allá por el 2013.
La corrupción tejía una red invisible entre inmobiliarias y funcionarios, mientras la sobreexplotación del uso de suelo y la llegada voraz de Air B&B eran disfrazadas de "progreso" por Mancera. Los Oxxo, como una plaga, se multiplicaban, asfixiando a las pequeñas tiendas de barrio. Gimnasios, bares y restaurantes florecían, pero a costa de la escalada descontrolada de los precios de las viviendas. La gentrificación avanzaba otra casilla.
Ni siquiera el terremoto de 2017 la detuvo. Al contrario, las inmobiliarias, como aves de rapiña, se abalanzaron sobre las propiedades destruidas, erigiendo pisos de lujo con precios estratosféricos. Luego llegó la pandemia, un golpe devastador para muchos. Mis vecinos del 102 y del mezzanine tuvieron que irse, incapaces de pagar la renta. El carpintero que trabajaba en mi calle fue desalojado por la policía. Un tercio de los negocios a mi alrededor quebraron. El histórico ultramarinos de la esquina desapareció de la noche a la mañana, reemplazado por un Seven Eleven, símbolo impersonal de la modernidad.
Antes incluso de que la pandemia terminara, los nómadas digitales, heraldos del neoliberalismo salvaje, comenzaron a llegar, atraídos por el bajo costo de vida en comparación con sus ciudades de origen. No vinieron solos: Air B&B, fondos de inversión extranjera y autoridades cómplices allanaron su camino. En la esquina de Jalapa y Puebla, una empresa creada en 2020 "remodeló" un edificio a punto de derrumbarse y ahora, a través de Air B&B, renta habitaciones por 4 mil pesos la noche.
La semana pasada, la primera marcha anti-gentrificación recorrió las calles de la Ciudad de México. A pesar de ciertos tintes chauvinistas, me identifico con su causa, con la angustia de los jóvenes que no pueden vivir cerca de sus trabajos y con el temor de los mayores a ser desplazados de sus barrios. La Roma Norte, sin buscarlo, se convirtió en mi barrio. Un barrio donde, la otra tarde, mi esposa y yo nos topamos con un monumento a la gentrificación: un homeless gringo pidiendo dinero para un Tonayán. Una imagen que resume la paradoja de este lugar, atrapado entre la nostalgia del pasado y la voracidad del presente.
Fuente: El Heraldo de México