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9 de julio de 2025 a las 09:35

Juega y sé libre.

Recordar la simple alegría de gritar "¡El piso es lava!" y saltar sobre el sofá, la silla, cualquier cosa que no fuera el suelo… ¿cuándo fue la última vez que experimentó esa despreocupada adrenalina, estimado lector? ¿Y cuándo la compartió con sus hijos, si los tiene? Ese juego, aparentemente simple, encierra una profunda verdad sobre la importancia del juego en el desarrollo infantil. No es simplemente una forma de pasar el tiempo, sino la herramienta principal con la que los niños aprenden, crecen y construyen su comprensión del mundo. Jugar, especialmente con sus figuras de apego, padres, madres, abuelos, es crucial para el desarrollo cognitivo, emocional y social. Estudios recientes, como el realizado por Cambridge y la Fundación Lego en 2020, demuestran que el juego con el padre, por ejemplo, fortalece el autocontrol en los niños, construyendo bases sólidas para su futuro.

La interacción lúdica no solo construye habilidades, sino que también teje lazos invisibles pero poderosos entre padres e hijos. Imaginen la escena: un padre o una madre compartiendo risas con su hijo mientras esquivan la imaginaria lava. En ese instante se construye confianza, se fortalece la autoestima y se fomenta la independencia. El juego ofrece un espacio seguro para explorar, experimentar y, sí, incluso para cometer errores. Es un microcosmos donde se aprenden las reglas del mundo real, pero con la libertad de probar los límites sin consecuencias graves. El juego, como señalan Yangzom y sus colaboradores en su estudio del 2025 sobre el aprendizaje basado en el juego y el desarrollo moral, es fundamental para la construcción de valores. A través del juego, los niños aprenden sobre la empatía, la colaboración, la honestidad y la justicia. Enfrentan dilemas morales, aunque sean simplificados, y aprenden a tomar decisiones, a reflexionar sobre las consecuencias de sus actos.

Sin embargo, en la vorágine de la vida moderna, el tiempo dedicado al juego, a la conexión genuina con nuestros hijos, parece encogerse cada vez más. La Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT) revela una realidad preocupante: los padres mexicanos dedican en promedio 11.5 horas semanales al cuidado de sus hijos, incluyendo el juego, mientras que las madres dedican 24.1 horas. Haciendo cuentas, al llegar a la mayoría de edad, nuestros hijos habrán compartido apenas un año y unos meses de juego y cuidados con sus padres, y menos de dos años y medio con sus madres. ¿Un año? ¿Dos años? Una cifra que nos deja un sabor amargo en la boca. Un recordatorio de lo que perdemos, tanto nosotros como nuestros hijos, en esta carrera contra el reloj.

Nos perdemos la oportunidad de construir recuerdos, de compartir risas, de ser simplemente padres e hijos, libres de las presiones del mundo exterior. Nos perdemos la magia de la conexión, la alegría de la creación conjunta, el simple placer de estar presentes. Nuestro sistema, con sus exigencias laborales, sus largos traslados y sus múltiples responsabilidades, nos roba el tiempo que deberíamos dedicar a lo verdaderamente importante: nuestros hijos.

Las vacaciones de verano, ese pequeño oasis en el calendario, nos ofrecen una oportunidad para recuperar algo de ese tiempo perdido. Un respiro para desconectar del ritmo frenético y reconectar con nuestros hijos a través del juego libre, sin estructuras ni agendas. Un tiempo para fomentar la creatividad, para inventar historias, para correr al aire libre, para permitir que nuestros hijos, incluso, se aburran un poco, ese aburrimiento que es el motor de la imaginación.

Aprovechemos estas semanas para fortalecer el vínculo familiar, para construir recuerdos imborrables. Recordemos la simple alegría de gritar "¡El piso es lava!" y saltemos juntos, padres e hijos, hacia un espacio de conexión, risas y amor compartido. Construyamos un futuro donde el juego, el bienestar y el apoyo mutuo sean los pilares de una sociedad más humana. Empecemos por imaginar, juntos, que el piso es lava.

Fuente: El Heraldo de México