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9 de julio de 2025 a las 09:30
El gringo no tiene la culpa
La vibrante energía de una ciudad como la Ciudad de México, esa amalgama de culturas, idiomas y perspectivas, es precisamente lo que la define y enriquece. Imaginen caminar por sus calles y escuchar un mosaico de sonidos: el zapoteco entretejido con el serbocroata, el yidish conversando con el hassaniya, el alemán compartiendo espacio con el mandarín. Esa sinfonía de voces, ese crisol de experiencias, es el corazón palpitante de una metrópolis genuinamente global. Pensemos en los museos, cuyas cédulas informativas, además de en español, nos invitan a descubrir el arte en inglés y náhuatl, abriendo sus puertas a un público más amplio y diverso. Visualicen un parque donde los acentos maracucho y vienés, magrebí y maya, se entremezclan con el lenguaje universal de los animales, los ladridos de los perros y los maullidos de los gatos.
Esta convivencia, este encuentro con la diferencia, es la esencia misma de la vida urbana. Vivir en una ciudad implica estar rodeado de la complejidad del mundo, desde manifestaciones contra el genocidio en Gaza hasta intelectuales judíos liberales, pasando por fervientes defensores de Netanyahu. La ciudad es el espacio donde estas posturas, a veces irreconciliables, coexisten, dialogan y, en el mejor de los casos, se transforman a través del intercambio.
Para que esta convivencia sea posible, necesitamos aferrarnos a ciertos principios. Por un lado, los fetiches liberales, como un mercado libre que impulse la innovación y libertades individuales que garanticen la autonomía de cada persona. Por otro, los valores sociales, encarnados en un Estado de bienestar que asegure la satisfacción de las necesidades básicas como derechos inalienables. Y como pilar fundamental, un Estado de derecho sólido, con Poderes y niveles de gobierno diferenciados, amparado en leyes constitucionales que protejan a todos por igual.
Sin embargo, este modelo de ciudad, vibrante y diverso, no está exento de desafíos. La gentrificación, un fenómeno tan ajeno a Pionyang o Abu Dhabi como palpable en Mitte, la Americana, Williamsburg o la Roma, es una de sus consecuencias. Y, paradójicamente, los primeros impulsores de este proceso somos los locales. Generamos plusvalía, creamos empleos, mejoramos la infraestructura y las condiciones de vida, pero también disparamos el costo de las rentas, desplazamos a los habitantes y negocios tradicionales, y a veces impactamos negativamente en la vida comunitaria. Luego llegan los "gringos" de todas partes del mundo, atraídos por la "onda" que nosotros mismos creamos, y repiten el ciclo, solo que con dólares o euros. Y en medio de todo esto, quienes realmente se benefician son aquellos que especulan con las propiedades, rentándolas como Airbnbs, aprovechando los vacíos legales.
Ante esta realidad, la Ciudad de México no necesita bandos ni decretos arbitrarios, sino una política de vivienda integral, tanto para la venta como para la renta. Urge implementar controles en los alquileres y regular las rentas a corto plazo, en lugar de celebrar convenios con plataformas como Airbnb. No se trata de culpar al "gringo" que busca un lugar donde vivir, sino de cuestionar las políticas que permiten la especulación y el desplazamiento. Es hora de repensar el modelo, de construir una ciudad más justa y equitativa para todos, donde la convivencia y la diversidad sean no solo una realidad, sino un derecho garantizado.
Fuente: El Heraldo de México