
9 de julio de 2025 a las 09:05
Doble filo: La reforma electoral ¿de quién?
El aire en Palacio Nacional es denso, cargado de la electricidad que precede a las grandes transformaciones. El rumor de la reforma electoral, ese susurro que ha ido creciendo en intensidad durante semanas, ahora retumba en los muros del poder. Rosa Icela Rodríguez, con la precisión de un cirujano y la firmeza de quien sabe que tiene en sus manos el bisturí de la política nacional, lidera el equipo encargado de rediseñar las reglas del juego democrático. La instrucción de Claudia Sheinbaum es tajante: la reforma va, y va con la celeridad de un tren bala. El objetivo es claro: que las elecciones intermedias de 2027 se rijan por un nuevo marco legal.
Esta premura no es casual. Con el control del Congreso, el respaldo de una creciente mayoría de gubernaturas y una influencia cada vez más palpable en el Poder Judicial, el momento para el oficialismo es propicio. La maquinaria legislativa, engrasada y lista para la acción, espera la señal para poner en marcha el proceso. Es ahora o nunca, susurran en los pasillos del poder.
Pero la velocidad del proceso no ha hecho más que encender las alarmas de la oposición. Desde sus trincheras, denuncian un intento de acaparamiento del poder, un cierre de filas que busca someter a los organismos electorales a la voluntad del gobierno. Ven en la reforma el fantasma del autoritarismo, la sombra de un poder omnipresente que amenaza con ahogar la pluralidad y el disenso. Las propuestas sobre la mesa –la reducción del financiamiento a partidos, la eliminación de los plurinominales, la limitación a la reelección y, sobre todo, la elección de consejeros electorales por voto popular– son vistas como piezas de un engranaje diseñado para consolidar el control.
El oficialismo, por su parte, se escuda en el discurso de la transparencia y la austeridad. Hablan de la necesidad de democratizar los procesos, de sanear las instituciones y de acabar con los privilegios de la clase política. Pero detrás de la retórica, se percibe una intención menos noble: la de blindarse ante las posibles disidencias internas. Morena, el partido en el poder, ha crecido a un ritmo vertiginoso, incorporando en sus filas a personajes de pasado cuestionable, tránsfugas de otras ideologías y oportunistas que buscan cobijo bajo el manto del poder. Sheinbaum lo sabe y, con esta reforma, busca establecer filtros que le permitan controlar el flujo de aspirantes y evitar que el partido se convierta en un receptáculo de impresentables.
La reforma, pues, se presenta como una herramienta de doble filo: por un lado, busca consolidar el proyecto de transformación impulsado por el obradorismo; por otro, pretende proteger al gobierno de sus propios excesos y de las ambiciones desmedidas de quienes buscan medrar a su sombra. Sheinbaum, heredera de un movimiento que la catapultó al poder, busca ahora dejar su propia impronta, diferenciarse del legado de su predecesor. La reforma electoral es, en ese sentido, una declaración de intenciones: una forma de decir "aquí estoy yo" y de marcar distancia, aunque sea sutil, del obradorismo que la encumbró. Porque una cosa es continuar la transformación, y otra muy distinta, sobrevivir políticamente a ella.
El horizonte se tiñe de verde, blanco y rojo. La Copa Mundial de Fútbol 2026, ese evento que despierta pasiones y paraliza al mundo, se acerca a pasos agigantados. México, junto con Estados Unidos y Canadá, se prepara para recibir a la fiesta del balompié. Sin embargo, la alegría del anfitrión se ve empañada por una sombra: el legado de la administración Peña Nieto.
Mientras la afición cuenta los días para el silbatazo inicial, en los pasillos del poder se respira un aire de inquietud. México, a pesar de ser co-anfitrión, no juega en igualdad de condiciones. Los acuerdos firmados durante el sexenio anterior colocaron al país en una posición desventajosa, con mayores obligaciones logísticas, de infraestructura y seguridad, y con sanciones desproporcionadas en caso de incumplimiento.
Mientras Estados Unidos y Canadá exhiben su músculo económico y organizativo, México se esfuerza por ponerse al día, con menos partidos, menos presupuesto y una presión descomunal. La derrama económica será importante, sí, pero también lo será el desgaste institucional. El fantasma de Peña Nieto, ese espectro que aún ronda la política nacional, se cierne sobre la organización del evento.
A un año del inicio de la justa mundialista, México no solo alista estadios y rutas de transporte. También prepara la narrativa para explicar, una vez más, por qué somos el socio que juega en desventaja, incluso en casa.
Y como diría aquel filósofo cuyo nombre se me escapa: "En política, a veces la limpieza se usa para barrer a los incómodos".
Fuente: El Heraldo de México