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9 de julio de 2025 a las 09:20
¡Basta Ya! Marcha por la Justicia
La sombra de la gentrificación se extiende sobre la Ciudad de México, un espectro que acecha en cada esquina remozada de colonias como la Condesa o la Roma. Ya no son solo los cafés minimalistas o los coworkings bilingües los que pueblan el paisaje urbano, sino también el silencioso desplazamiento de familias que durante generaciones tejieron la vida de barrio. La reciente marcha, estratégicamente convocada el 4 de julio, no fue un simple acto de protesta, sino el grito desesperado de una comunidad que ve cómo su hogar se transforma en un escaparate para el turismo globalizado. La ironía de celebrar la independencia mientras se lucha por no ser expulsados de sus propios barrios no se les escapa a los manifestantes.
No se trata únicamente de la llegada de nómadas digitales o extranjeros con mayor poder adquisitivo. La raíz del problema es un modelo económico que mercantiliza la vivienda, convirtiéndola en un activo especulativo en lugar de un derecho fundamental. Los carteles de "Se vende" proliferan donde antes existían fondas tradicionales, librerías de viejo o departamentos heredados, símbolos de una identidad barrial que se desvanece. La tensión palpable en las calles es el resultado de una acumulación de agravios, el desalojo silencioso de familias, la imposibilidad de pagar rentas exorbitantes y la pérdida del tejido social que daba vida a estos barrios.
Este fenómeno no es exclusivo de la Ciudad de México. Resuena con fuerza en otras urbes como Barcelona o Madrid, donde la presión turística y la especulación inmobiliaria han generado un profundo malestar social. La proliferación de plataformas como Airbnb, combinada con una laxitud regulatoria, ha acelerado la transformación de barrios enteros en parques temáticos para el consumo turístico. El discurso oficial de “revitalización urbana” enmascara una realidad más cruda: la colonización del espacio público por el capital flotante. Mientras algunos celebran la revalorización de sus propiedades y el flujo de divisas, otros se enfrentan a la angustia del desalojo y la imposibilidad de encontrar una vivienda asequible en su propio barrio.
La respuesta oficial, culpando a la globalización y a la "inevitabilidad" del turismo, resulta insuficiente y cómplice. Tanto administraciones de izquierda como de derecha han promovido la narrativa de la ciudad global, atrayendo inversión extranjera sin considerar el impacto social de estas políticas. La indignación oficial ante las manifestaciones de xenofobia resulta irónica, considerando que el mismo aparato estatal que se escandaliza es incapaz de regular eficazmente la especulación inmobiliaria y proteger a sus ciudadanos.
La violencia que ha surgido en algunas protestas, aunque reprochable, es un síntoma de la desesperación. Para algunos, es la única forma de visibilizar el drama humano que se esconde detrás de las cifras: familias desplazadas, contratos rotos y una cadena de desalojos silenciosos. Sin embargo, esta violencia también juega en contra del movimiento, proporcionando la excusa perfecta para criminalizar la protesta y dividir a la opinión pública.
El debate público se polariza. El gobierno acusa de xenofobia a quienes denuncian la gentrificación, la derecha mediática estigmatiza cualquier protesta como vandalismo y la izquierda institucional se muestra incómoda ante una realidad que expone sus propias limitaciones. Mientras tanto, la pregunta fundamental sigue sin respuesta: ¿qué tipo de ciudad queremos construir? ¿Una ciudad que expulsa a sus habitantes para alquilarse a turistas de paso o una ciudad que garantiza el derecho a la vivienda y protege su tejido social?
La solución no es sencilla, pero requiere un cambio de paradigma. Es necesario dejar de ver la vivienda como una inversión y empezar a concebirla como un derecho. Se necesitan controles de renta efectivos, regulaciones estrictas para las plataformas de alquiler turístico y, sobre todo, la voluntad política de frenar la especulación inmobiliaria. Sin estas medidas, cualquier discurso de inclusión y diversidad se convierte en una fachada que oculta la profunda desigualdad que se está gestando en el corazón de nuestras ciudades.
Fuente: El Heraldo de México