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8 de julio de 2025 a las 12:45

Encuentra el amor a pesar de la crisis

Madrid, una ciudad palpitante, cosmopolita, llena de vida… y también el escenario elegido por Andrea Chapela para narrar el fin del mundo. No un fin del mundo apocalíptico, con explosiones y meteoritos, sino uno mucho más sutil, más insidioso: el que se instala en la cotidianidad, en las grietas de nuestras relaciones, en la incertidumbre del futuro. En Todos los fines del mundo, Chapela nos presenta a Angélica, una joven mexicana que, en la aparente normalidad de la vida madrileña, se enfrenta a la pregunta fundamental: ¿con quién pasar el fin del mundo? Y no es una pregunta retórica, no es un juego intelectual. Es una pregunta que resuena en cada conversación, en cada encuentro, en cada decisión.

La atmósfera de la novela es densa, cargada de una premonición que se cuela entre las calles, entre las risas y las preocupaciones diarias. El cambio climático, omnipresente, no se manifiesta como un cataclismo repentino, sino como una alteración constante, una desestabilización de las estaciones, una amenaza latente que permea todos los aspectos de la vida. Angélica navega por este mundo incierto buscando respuestas, buscando refugio en los afectos, en la compañía de Manu y Susana, sus vecinos, amigos, amantes. Este triángulo amoroso, lejos de ser un cliché romántico, se convierte en un microcosmos de las relaciones humanas en tiempos de crisis. Representa la búsqueda de conexión, la necesidad de aferrarse a algo, a alguien, en un mundo que se desmorona.

Chapela construye su narrativa con una prosa precisa, contenida, que huye del dramatismo y se centra en la intimidad de los personajes. Nos permite asomarnos a sus pensamientos, a sus miedos, a sus esperanzas, y nos invita a reflexionar sobre nuestra propia vulnerabilidad. La autora confiesa que la semilla de la novela fue una inquietud ética y literaria: ¿cómo narrar el cambio climático sin caer en el catastrofismo? La respuesta la encontramos en la propia novela: humanizando la crisis, mostrando su impacto en las vidas individuales, en las emociones, en los vínculos. No se trata de negar la magnitud del problema, sino de explorarlo desde una perspectiva más íntima, más humana.

La elección de Madrid como escenario no es casual. Es la ciudad donde Chapela vivió, donde experimentó de primera mano la complejidad de las relaciones humanas, donde se cuestionó sobre el amor, la amistad, la soledad. Las calles de Madrid, con su historia, su vitalidad, su melancolía, se convierten en un personaje más de la novela, un testigo silencioso del drama que se desarrolla.

Todos los fines del mundo dialoga con otras obras que exploran el colapso desde la cotidianidad, como Mugre rosa de Fernanda Trías, pero se distingue por su apuesta por la esperanza. En medio del desorden, en la fragilidad de la existencia, Chapela encuentra un espacio para la reconstrucción, para la transformación. La novela nos invita a repensar lo que significa cuidar, acompañar, resistir. Nos recuerda que incluso en los momentos más oscuros, la conexión humana, la capacidad de amar y de crear, pueden ser un rayo de luz, una promesa de futuro.

Finalmente, la novela es también una reflexión sobre el propio acto de escribir, sobre el poder de la ficción para explorar las grandes preguntas de la humanidad. Chapela nos cuenta una historia que no existe, pero que nos habla de lo que significa estar vivos, de lo que significa amar, de lo que significa enfrentar la incertidumbre con valentía y esperanza. Una historia que resuena en lo más profundo de nuestro ser y nos deja con la sensación de haber compartido un secreto, una confidencia, con la autora. Una historia que, en definitiva, nos invita a preguntarnos: ¿y nosotros, con quién pasaríamos el fin del mundo?

Fuente: El Heraldo de México