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7 de julio de 2025 a las 09:25

Descubre el precio real de tu vecindario

La relación entre México y Estados Unidos siempre ha sido un baile complejo, una coreografía de intereses entrelazados y, a veces, contradictorios. Ahora, bajo la sombra del gobierno de Trump, esa danza se ha vuelto más tensa, más precaria. Muchos observadores, tanto al norte como al sur de la frontera, ven a México a la defensiva, tambaleándose bajo la presión. Pero la realidad, como siempre, es matizada. La relación no es idílica, ni mucho menos. Sin embargo, tampoco ha llegado al punto de ruptura que algunos pronostican. Se mantiene en un delicado equilibrio, vulnerable a los vaivenes de la política estadounidense, un gigante cuyo peso se siente con cada paso.

Estados Unidos, con su inmenso poderío, ha optado por un nuevo paradigma en sus relaciones internacionales. Un paradigma donde la presión, ya sea pública, comercial, política o incluso militar, se convierte en la herramienta predilecta. Y México, por su proximidad geográfica, su tamaño y la interdependencia económica, se encuentra en la primera línea de fuego. Algunos políticos estadounidenses, ya sea por oportunismo o por una genuina creencia en la eficacia de la mano dura, utilizan la retórica agresiva y las amenazas como moneda de cambio. Lo que quizás no comprenden, o no les interesa comprender, es que estas tácticas no se limitan a la relación con México. Son parte de un juego de poder más amplio, una estrategia que se replica en diferentes escenarios globales.

México, a diferencia de la mayoría de los países, no puede simplemente distanciarse de las presiones estadounidenses. La integración económica y social, tejida a lo largo de décadas, nos ata inevitablemente. Esta cercanía es un arma de doble filo. Por un lado, otorga a México cierta influencia, una capacidad de negociación que otros países no poseen. Por otro, proporciona a Washington una palanca de presión adicional, una forma de influir en las decisiones internas de su vecino del sur. A esta compleja dinámica se suman las preocupaciones de seguridad nacional de Estados Unidos, centradas en temas como la migración, el narcotráfico, la impunidad y la corrupción. Temas que, lamentablemente, encuentran eco en la realidad mexicana.

No podemos negar la existencia de estos problemas. La corrupción y la impunidad, arraigadas en el sistema, han alimentado el narcotráfico y la violencia durante décadas. Durante mucho tiempo, Washington toleró a un vecino incómodo, corrupto pero complaciente. Ahora, con Trump al timón, las reglas del juego han cambiado. Su estilo bombástico, su predilección por la confrontación y su obsesión con el poder han transformado la política exterior estadounidense. Para Trump, negociar desde una posición de fuerza es la única opción viable. Su objetivo es dejar claro el peso de la hegemonía estadounidense, imponiendo su primacía como condición sine qua non para cualquier tipo de relación, ya sea comercial o política.

En la visión de Trump y sus seguidores, comerciar con Estados Unidos es un privilegio, un privilegio que tiene un precio. Los países que deseen acceder al mercado estadounidense deben estar dispuestos a asumir los costos, a ceder ante las demandas del gigante del norte. Esta nueva realidad plantea un desafío sin precedentes para México. ¿Cómo navegar en estas aguas turbulentas? ¿Cómo defender sus intereses sin romper los lazos que nos unen? El futuro de la relación bilateral dependerá, en gran medida, de la capacidad de México para encontrar un equilibrio, para negociar con firmeza sin caer en la provocación, para preservar su soberanía sin renunciar a la cooperación. El camino es estrecho y lleno de obstáculos, pero la alternativa, la ruptura, sería aún más costosa. El baile continúa, más tenso que nunca, y el mundo observa con atención los próximos pasos.

Fuente: El Heraldo de México