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5 de julio de 2025 a las 09:15

Justicia para J.C. Jr.

La noche se cernía sobre Culiacán, un diciembre donde las luces tenues de la ciudad contrastaban con el brillo excesivo de las casas en la colonia “Art narcó”. Allí, en su mansión, J.C. Chávez se rodeaba de un séquito de aduladores. La escena, desde la banqueta, era un retrato del exceso: la cochera abierta, un refrigerador rebosante de cerveza, risotadas que se mezclaban con silbidos y empujones. En medio de ese ambiente, una amiga, funcionaria de la Universidad Autónoma de Sinaloa y compañera de infancia del boxeador, me guió a mí y a mi hijo para una entrevista. Un portero improvisado nos recibió con un "orita le hablo, pues", antes de que el propio Chávez apareciera, entre risas y groserías, invitándonos a pasar.

El interior de la casa era un reflejo de la vida del campeón. Un semisótano albergaba una colección de autos deportivos, cinco o seis, mientras que en la parte superior un gran nacimiento navideño intentaba dar un toque de solemnidad al lugar. Chávez, con un paso sorprendentemente elástico a pesar de las circunstancias, nos miró con displicencia antes de preguntar a mi amiga "¿Y estos qué?", seguido de una carcajada fingida. Un abrazo y un beso para ella, un "¡Vengan!" para nosotros, y nos condujo a un salón de juegos.

El salón era un santuario dedicado a su gloria pasada. Las mesas de billar y dominó se perdían entre muros tapizados de fotografías, guantes, trofeos y cinturones. La euforia de Chávez era palpable. Iba y venía, con el vaso siempre rebosante. Sus carcajadas, sin sentido ni motivo aparente, resonaban en el aire. Recordé entonces a Sabina y su verso sobre "la gente sin alma que pierde la calma con la cocaína". La euforia daba paso a la furia en un instante. "Zedillo es un hijo de la chingada, me robó siete millones el cabrón, quesque los impuestos, ¿cuáles impuestos?, me robó siete millones de pesos", gritaba, su mirada se posaba en mi amiga, "¿tons qué güera?, tas bien guapa, ¿no?, ¿y estos güeyes qué?". La catarata de palabras no cesaba, se derramaba como la arena de un costal rajado.

En un momento de lucidez, me reconoció. "Yo a ti ya te conozco", me dijo. "Sí," respondí, "una noche con José Sulaimán y Don King en el Hotel María Isabel de la Ciudad de México, antes de la pelea contra Greg Haugen en el estadio Azteca. Gran noche. Inolvidable". Un "¡Ah!, tas cabrón" selló el recuerdo.

En medio del caos, los dos hijos de Chávez, Julio César y Omar, observaban azorados los ires y venires, escuchaban los gritos y las imprecaciones de su padre. Las mentadas de madre cruzaban el aire como jabs o ganchos de izquierda. Con la intención de desviar la atención, pregunté: "¿Y cuál de estos niños será tu campeón? ¿Julio?". La respuesta fue un golpe bajo. "No", dijo tomando a Julio de la cabeza, "este es bien pendejo. Zape. ¿Verdad que eres bien pendejo?". La risa cruel acompañaba la humillación. El niño, de quizá diez años, no reaccionaba, paralizado por la situación. La atención se dirigió entonces a Omar. "No, el chingón es este, Omarcito. ¿Verdad que tú eres más chingón que este menso?".

Hoy, la ironía es amarga. Julio está en la cárcel. En otra cárcel. Una prisión distinta a la que construyó su padre con el exceso y la autodestrucción. Una noche que, lejos de ser inolvidable por la gloria deportiva, se graba en la memoria por el triste espectáculo de un campeón en decadencia.

Fuente: El Heraldo de México