
2 de julio de 2025 a las 15:10
CDMX bajo el agua: caos y rescate
El recuerdo de la gran inundación de 1951 aún resuena en la memoria colectiva de la Ciudad de México, una cicatriz imborrable en el tejido urbano que nos recuerda la fragilidad de nuestra convivencia con la naturaleza. Imaginen, por un momento, el corazón palpitante de la capital, transformado en un laberinto acuático. Calles convertidas en ríos, casas en islas, el bullicio cotidiano silenciado por el chapoteo constante del agua turbia. No eran simples charcos, sino una inundación que se extendía implacable, alcanzando hasta dos metros de altura en algunas zonas. La cotidianidad se detuvo en seco. El transporte público desapareció, reemplazado por balsas improvisadas y lanchas de madera que surcaban las calles, ahora canales improvisados. El fango se adueñó del paisaje, cubriendo todo con una capa densa y oscura. La gente, con el agua hasta las rodillas, luchaba por rescatar sus pertenencias, por mantener a flote sus negocios, sus vidas.
La magnitud del desastre fue abrumadora. Casi la mitad de los entonces tres millones de habitantes vieron sus hogares y negocios sumergidos. La Colonia Guerrero, por ejemplo, presentaba un escenario desolador: muros agrietados, cubiertos de lodo, se derrumbaban con la facilidad de un castillo de naipes. El Hospital Español, un bastión de la salud, vio sus instalaciones severamente dañadas por la furia del Río San Joaquín. En Tlatilco, el desbordamiento del Río Consulado dejó una estela de destrucción. La Candelaria de los Patos, San Lázaro, la Condesa, la Obrera, Doctores, Portales y Peralvillo… ninguna se salvó del embate implacable del agua.
¿Qué falló? La infraestructura hidráulica, concebida para proteger a la ciudad, se vio superada por la intensidad de las lluvias. El Gran Canal del Desagüe, una obra monumental inaugurada durante el Porfiriato, se convirtió en un cuello de botella. Las fuertes lluvias previas habían disminuido su inclinación, impidiendo el correcto desalojo del agua. A esto se sumó la obstrucción de los sistemas de drenaje por capas de grasa provenientes de la Refinería de Azcapotzalco y la Estación del Tren de Buenavista.
La respuesta ante la emergencia fue inmediata, pero la recuperación fue lenta y dolorosa. Se entubó el Río Churubusco, se construyeron cárcamos y plantas de bombeo. Sin embargo, la ciudad tardó meses en recuperar su ritmo habitual. La gran inundación de 1951 fue un llamado de atención, una lección aprendida a un costo muy alto. Dejó al descubierto la vulnerabilidad de la ciudad y la necesidad de una transformación radical en su sistema hidráulico.
A partir de este desastre, se inició una carrera contra el tiempo para modernizar la infraestructura. El Gran Canal, a pesar de las mejoras, dejó de ser la principal vía de desagüe. En su lugar, se construyeron el Túnel Emisor Poniente y, posteriormente, el Túnel Emisor Central, una obra titánica que aún hoy sigue siendo la columna vertebral del sistema de drenaje de la ciudad.
La entubación de ríos como el Churubusco, Mixcoac, Tacubaya, Becerra y el Canal de la Viga fue otra de las medidas implementadas. A pesar de estos esfuerzos, las inundaciones siguen siendo una amenaza latente, un recordatorio constante de la compleja relación entre la ciudad y la naturaleza. Cada temporada de lluvias, la memoria colectiva revive la pesadilla de 1951, una advertencia de que la lucha contra el agua es una batalla que aún no hemos ganado. La historia de la gran inundación es una historia de resiliencia, de adaptación, pero también una historia que nos obliga a reflexionar sobre la importancia de la planificación urbana y la necesidad de invertir en infraestructura que garantice la seguridad y el bienestar de todos los habitantes de la Ciudad de México.
Fuente: El Heraldo de México