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30 de junio de 2025 a las 04:05

¿Qué aprendiste hoy que te hizo feliz?

Olvidémonos por un momento de las calificaciones, de los exámenes y de las tareas. Imaginemos la escena: un niño sale del colegio, con la mochila cargada de libros y, quizás, también de emociones. Lo espera un padre o una madre con una sonrisa y una pregunta en los labios: "¿Qué has comido hoy?". Parece trivial, ¿verdad? Pero en esa simple pregunta se esconde una poderosa herramienta para construir una conexión profunda y significativa con nuestros hijos.

Durante décadas, se nos ha inculcado la idea de que la participación parental implica un seguimiento exhaustivo del rendimiento académico. "¿Qué tal te ha ido en el cole?", "¿Has sacado buenas notas?". Preguntas que, aunque bienintencionadas, pueden generar presión y ansiedad en los niños, haciéndoles sentir que su valor reside únicamente en sus logros académicos. Es como si, sin darnos cuenta, estuviéramos colocando una lupa sobre sus aciertos y errores, olvidándonos de lo más importante: ellos como personas.

Preguntarles qué han comido, en cambio, es una invitación a compartir un detalle cotidiano, un fragmento de su día a día. Es una forma de decirles: "Me interesa lo que te pasa, me importa cómo te sientes". Es abrir una puerta a la conversación, sin juicios ni expectativas. A través de esa pequeña anécdota sobre el menú del comedor escolar, podemos descubrir mucho más: si han compartido la comida con sus amigos, si han probado algo nuevo, si han disfrutado del momento.

Este cambio de enfoque, aparentemente insignificante, tiene un impacto profundo en la dinámica familiar. Al crear un ambiente relajado y libre de presiones, fomentamos la confianza y la comunicación. Un niño que se siente escuchado y comprendido, será más propenso a compartir sus inquietudes, sus miedos y sus alegrías. No se trata de ignorar su rendimiento académico, sino de ponerlo en perspectiva, de entender que es solo una parte de su desarrollo integral.

Imaginen la diferencia: un niño que llega a casa y es recibido con un interrogatorio sobre sus calificaciones, versus un niño que comparte con sus padres una anécdota divertida sobre el almuerzo. En el primer caso, la conversación probablemente se centrará en el éxito o el fracaso, generando estrés y la sensación de ser evaluado constantemente. En el segundo caso, se abre un espacio para la conexión emocional, para la complicidad y el fortalecimiento del vínculo familiar.

Este simple gesto, repetido día tras día, se convierte en un poderoso hábito que transforma la forma en que los niños se sienten vistos y comprendidos. Les transmite el mensaje de que son amados incondicionalmente, por quienes son y no por lo que consiguen. Y ese, sin duda, es el mejor regalo que podemos ofrecerles. Un regalo que nutre su autoestima, les da alas para explorar el mundo sin miedo al error, y les permite crecer con la seguridad de saber que, pase lo que pase, siempre tendrán un refugio seguro en el amor de su familia. No subestimemos el poder de las pequeñas cosas, porque a veces, una simple pregunta sobre la comida, puede ser la llave para abrir el corazón de un niño.

Fuente: El Heraldo de México