
30 de junio de 2025 a las 09:45
Hiroshima: Lecciones de Montreal
Ochenta años han transcurrido desde aquel fatídico agosto de 1945, un suspiro en la vasta escala del tiempo, pero una eternidad para quienes vivieron el horror de Hiroshima y Nagasaki. La conmemoración de este aniversario nos obliga a mirar atrás, no solo para recordar el sufrimiento infligido, sino también para desentrañar las complejas redes de la historia, esas que a menudo permanecen ocultas tras el velo del tiempo y el secretismo. Y es precisamente en ese ejercicio de memoria histórica donde emerge la figura, a veces olvidada, de Canadá, un actor clave en el drama nuclear cuyo papel se desarrolló en la discreción de los laboratorios, lejos del estruendo de las bombas.
La contribución canadiense al Proyecto Manhattan, ese titánico esfuerzo científico que cambió el curso de la historia, se gestó en el corazón de Montreal, en un laboratorio que se convirtió en crisol de mentes brillantes, exiliadas de una Europa devastada por la guerra. Imaginemos la escena: científicos de renombre, judíos, opositores al régimen nazi, franceses, polacos, rusos, checos, todos reunidos en un edificio discreto de la Universidad de Montreal, bajo la atenta mirada de la Policía Montada. Un microcosmos de la tragedia europea, un refugio para el conocimiento perseguido, un semillero de innovación en medio de la destrucción.
Canadá, con su vasto territorio, sus recursos naturales y su relativa estabilidad política, se erigió como el lugar idóneo para este proyecto secreto. El uranio, elemento esencial para la fisión nuclear, abundaba en sus tierras, la energía hidroeléctrica proporcionaba la potencia necesaria para los experimentos y la comunidad científica, conectada con sus pares británicos y estadounidenses, garantizaba un flujo constante de información y colaboración. Desde Montreal, este equipo multinacional contribuyó no solo al desarrollo del reactor nuclear ZEEP en Chalk River, un hito en la historia de la energía atómica, sino también al suministro de materiales radioactivos cruciales para la construcción de la bomba.
El legado de aquel periodo resuena hoy con fuerza, en un mundo que se enfrenta a nuevos desafíos geopolíticos y a la creciente amenaza de la proliferación nuclear. La decisión del gobierno de Mark Carney de invertir fuertemente en la industria militar, con un enfoque en la innovación y la soberanía tecnológica, nos recuerda la importancia de la investigación científica y el desarrollo tecnológico, no solo para la defensa nacional, sino también para el crecimiento económico y la competitividad global.
La historia de Canadá, como la de cualquier nación, está llena de claroscuros. Su participación en el Proyecto Manhattan, si bien contribuyó al fin de la Segunda Guerra Mundial, también dejó una huella imborrable en la conciencia colectiva, un recordatorio constante del poder destructivo de la ciencia. Hoy, ochenta años después, Canadá se encuentra en una nueva encrucijada, buscando equilibrar su compromiso con la seguridad global con la necesidad de fomentar la cooperación internacional y la búsqueda de soluciones pacíficas. La apuesta por la ciencia, la innovación y la atracción de talento internacional, como ocurrió en aquel Montreal de los años 40, se presenta como una estrategia clave para afrontar los desafíos del siglo XXI.
Y para México, la experiencia canadiense ofrece valiosas lecciones. Ambos países, como vecinos de una potencia hegemónica, enfrentan el desafío de construir un futuro basado en la independencia tecnológica, la diversificación económica y la defensa de sus propios intereses. El camino hacia la soberanía no es sencillo, pero la historia nos demuestra que la inversión en ciencia, la cooperación internacional y la apertura al talento extranjero pueden ser las claves para alcanzar un desarrollo sostenible y un futuro más próspero. La memoria histórica, como un faro en la oscuridad, nos guía hacia un futuro donde la ciencia, en lugar de la destrucción, sea la herramienta para construir un mundo mejor.
Fuente: El Heraldo de México