
26 de junio de 2025 a las 09:35
Domina la incertidumbre
La incertidumbre, esa compañera incómoda que nos acecha en la penumbra de lo desconocido. Desde el humilde jefe de familia hasta el líder de una nación, todos la experimentamos, la palpamos, la sufrimos. Es una moneda de dos caras: la dulce anticipación de un futuro prometedor, como la certeza del adolescente enamorado, y la angustia paralizante ante un porvenir incierto. Preferimos el dolor de una verdad amarga a la tortura de la duda eterna. Como Unamuno, debatimos con nuestra propia existencia, buscando un asidero en la fe, aunque sea una fe conflictuada, asediada por las preguntas sin respuesta. Pascal, en su genialidad atormentada, exploró la fragilidad humana y la necesidad de certezas en un mundo que se desmorona a nuestro alrededor.
Y es que el mundo actual se asemeja a una ecuación sin solución, un laberinto sin salida. Las variables son impredecibles, las constantes, volátiles. Los líderes mundiales, ensimismados en sus juegos de poder, nos conducen por un camino sembrado de incertidumbre. Sus decisiones, a menudo guiadas por el ego y la ambición, nos mantienen en vilo, como espectadores de una tragedia que se repite una y otra vez. Hegel lo predijo: la historia se repite, primero como tragedia, luego como farsa. Y la farsa que presenciamos hoy nos deja un sabor amargo en la boca.
¿Dónde están los líderes visionarios, los estadistas que guiaron a la humanidad a través de las tormentas? Echamos de menos la grandeza de un Ciro, la audacia de un Alejandro, la sabiduría de un Augusto. Anhelamos la compasión de un Lincoln, la integridad de un Gandhi, la resiliencia de un Mandela. En su lugar, nos encontramos con hombres pequeños, preocupados por sus propios intereses, ajenos al sufrimiento del mundo.
Vivimos una época de decadencia, una era marcada por la superficialidad y la falta de valores. La cultura se diluye en un mar de banalidades, la creatividad se asfixia bajo el peso del conformismo. Hemos cambiado lo inmortal por lo pasajero, lo profundo por lo superfluo. Pero no debemos desesperar. Así como Roma cayó, dejando tras de sí un legado imborrable, los imperios actuales también se desmoronarán. Es ley de vida. La historia es cíclica, y la decadencia siempre da paso a un nuevo renacimiento. Solo es cuestión de tiempo. Tal vez mil años, quizás treinta, como el fugaz imperio de Napoleón. La espera puede ser larga, pero la historia nos enseña que la rueda siempre gira. Y en ese girar constante, la incertidumbre seguirá siendo nuestra fiel compañera, recordándonos la fragilidad de nuestra existencia y la imperiosa necesidad de encontrarle un sentido a nuestro paso por este mundo.
Fuente: El Heraldo de México