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25 de junio de 2025 a las 09:25
Respira la ciudad
La Ciudad de México, un monstruo de concreto y asfalto, palpita con un ritmo frenético que agota y angustia. Mucho más allá de las ventanas panorámicas y las pantallas de los smartphones, se extiende una realidad cruda, una lucha diaria por la supervivencia. Imaginen el peregrinar de miles, surcando un mar de coches, esquivando baches y encharcamientos, con la sombra de la inseguridad acechando en cada esquina. Esa es la verdadera cara de esta metrópoli, una cara que desconocen quienes la observan desde la distancia, desde la comodidad de sus burbujas.
Las llamadas "ciudades dormitorio", esos tentáculos que se extienden hacia las laderas, albergan un sinfín de historias de esfuerzo y precariedad. Casas levantadas con sudor y sacrificio, en terrenos irregulares, con servicios públicos deficientes. Y ese olor, ese hedor persistente que se adhiere a la memoria, un recordatorio constante de las carencias y la desigualdad.
Mario Mendoza, en su obra "Akelarre", captura la esencia de esta bestia urbana. La ciudad respira, se retuerce, agoniza. Un organismo enfermo, plagado de males que se extienden como una epidemia. La Bogotá de Mendoza, reflejada en los ojos atormentados de Frank Molina, nos recuerda a nuestra propia realidad. Un detective quebrado, sin esperanza, incapaz de frenar la ola de violencia que azota a las mujeres.
Santa Fe, en Colombia, se convierte en un microcosmos del horror, un lugar abandonado por la divinidad, donde la única certeza es el inminente final. Frank Molina, hastiado de rezar, se resigna a la oscuridad. Y esa misma resignación, esa misma sensación de desesperanza, se palpa en el aire de la Ciudad de México. Las telarañas de la indiferencia, los rostros anónimos y apagados, la zozobra constante… Todo está ahí, a plena vista, para quien se atreva a mirar.
En esta jungla de asfalto, la precaución se convierte en un escudo. El teléfono móvil, un tesoro que hay que proteger. La mirada alerta, escudriñando cada rincón, incluso en las calles que creemos conocer. Porque en la Ciudad de México, la línea que separa la normalidad del caos es tan delgada como un suspiro. Un vecino puede transformarse en un halcón, nuestro hogar en un blanco fácil.
Todos guardamos en la memoria alguna anécdota, algún instante en el que la vida pendía de un hilo. Al menos, en Santa Fe, cuentan con la perseverancia de Frank Molina. Nosotros, en cambio, nos movemos en una bruma perpetua, una masa anónima que se lamenta con cada temporada de lluvias, cuando las aguas negras se desbordan, arrasando con todo a su paso. Una ciudad que llora, que se ahoga en su propia miseria. Un laberinto sin salida.
Fuente: El Heraldo de México