
24 de junio de 2025 a las 09:25
Descubre la sabiduría de Sócrates
La historia de Sócrates aprendiendo a tocar la flauta en sus últimas horas resuena con una fuerza particular en nuestros tiempos, obsesionados con la productividad y la utilidad inmediata. ¿De qué sirve la belleza, el conocimiento, el arte, si no generan un beneficio tangible, si no se traducen en un aumento de capital o en una mejora palpable de nuestras vidas? Nos hemos acostumbrado a medirlo todo en términos de eficiencia, de retorno de inversión, olvidando que existe un vasto universo de experiencias que se justifican por sí mismas, sin necesidad de un propósito ulterior. El placer de la música, la emoción de un poema, la contemplación de una obra de arte, son tesoros que enriquecen nuestro espíritu y nos conectan con algo más grande que nosotros mismos.
Nuccio Ordine, en su brillante ensayo "La utilidad de lo inútil", nos recuerda la importancia vital de cultivar el ocio, ese espacio de libertad donde el pensamiento puede vagar sin ataduras, donde la creatividad florece y donde podemos conectar con nuestra esencia más profunda. Es en el ocio, en la aparente improductividad, donde se gestan las grandes ideas, las innovaciones disruptivas y las obras maestras que trascienden el tiempo. El afán desmedido por la utilidad nos ciega ante la riqueza inmensa que se esconde en lo aparentemente superfluo.
La pregunta inocente de un niño, "¿Por qué corres si tal vez nunca ganes?", nos confronta con la esencia misma de la motivación humana. ¿Acaso todo lo que hacemos debe estar orientado a la victoria, al triunfo, al reconocimiento externo? ¿No hay valor en el simple hecho de correr, en la alegría del movimiento, en la satisfacción de superar nuestros propios límites? La obsesión por ganar nos roba la posibilidad de disfrutar del proceso, de saborear cada paso, de encontrar la belleza en el esfuerzo mismo.
Para muchos corredores aficionados, la meta no es la línea de llegada, sino la superación personal, la conexión con su cuerpo, la liberación de endorfinas que produce el ejercicio. Corren por el puro placer de correr, por la sensación de libertad que les proporciona, por el bienestar físico y mental que experimentan. No buscan la gloria efímera del podio, sino la satisfacción profunda de haber dado lo mejor de sí mismos.
En la infancia, la carrera es un juego, una expresión espontánea de alegría y vitalidad. Corremos sin un objetivo preciso, simplemente por el placer de sentir el viento en la cara, la tierra bajo los pies, la energía fluyendo por nuestras venas. Es en ese juego despreocupado donde descubrimos la "utilidad de lo inútil", el valor intrínseco de las acciones que no buscan un fin práctico, sino la simple satisfacción del momento presente.
A medida que crecemos, las presiones del mundo adulto nos alejan de esa conexión primordial con el juego, con el placer de hacer las cosas por el simple hecho de hacerlas. Nos volvemos pragmáticos, calculadores, obsesionados con los resultados. Pero en el fondo, la necesidad de jugar, de experimentar la alegría del ocio, permanece latente. Y es precisamente esa necesidad la que nos impulsa a seguir corriendo, a seguir buscando la belleza, a seguir aprendiendo cosas nuevas, incluso en la antesala de la muerte, como Sócrates con su flauta. Corremos, en definitiva, para saborear la vida, para sentirnos vivos, para poder trotar un poco, antes de morir.
Fuente: El Heraldo de México